viernes, 10 de julio de 2020

Pensamiento, imaginación y creatividad para una nueva normalidad


Carlos Fong

Hay dos experiencias que quiero citar para sustentar este artículo. La primera es el concurso de creatividad virtual Arte en Casa que organizaron Arckalab y Space. Fui jurado de este concurso, donde participaron muchos niños en distintos formatos, que iban desde la pintura, la creación literaria y las manualidades. Fue una experiencia emocionante ser parte de este concurso, porque los trabajos que realizaron estos niños fueron hechos en el marco de la pandemia, en medio de la ansiedad de estar confinados. Pudimos hacer una lectura, desde el arte y la imaginación creadora de los niños, de la forma en que extrañan su mundo, la manera en que ellos sueñan el país, y cómo desde el imaginario de infancia hay una propuesta para construir mejor el país. La pregunta que me hice: ¿estamos escuchando a los niños y jóvenes para poder reconstruir la sociedad? 

La segunda experiencia fue con Ana. Ana es una adolescente con muchas inquietudes y su deseo es ser una escritora. Es alumna del Instituto Alfredo Cantón, becada por la Fundación Alberto Motta y participa de los programas del Centro Superarte de esta fundación. La conocí a través de su mentor, Jesús Martínez, un viejo amigo periodista, quien la está guiando en su intricado camino para ser una profesional. Ana quiere ser escritora y me recordó cuando hace más de 40 años yo tenía las mismas interrogantes: qué estudiar, qué leer, con quién hablar. Le hablé como a mí me habló Herasto Reyes en aquellos tiempos, cuando yo no tenía ni idea de lo duro que es el proceso para ser un escritor. Es decir, una persona que escribe para aportar algo con valor para la sociedad.

Estas dos experiencias con la vida y la cultura me han hecho reflexionar en algo que Michele Petit menciona en el prólogo de su libro Leer el mundo: la apuesta de la enseñanza va más allá de una utilidad mensurable. Mi antropóloga de la lectura favorita se ayuda de otros pensadores, como Drew Faust, presidenta de Harvard, para decirnos que “los seres humanos necesitan sentido, comprensión, perspectiva tanto como trabajo”. Algo así como la bíblica frase: no solo de pan vive la gente. También nos remite a ese famoso discurso de Federico García Lorca: “Medio pan y un libro”, en el cual Lorca se refiere al libro como “la mayor obra de la humanidad”. La imaginación, el arte y la lectura son también una forma de alimento para que podemos resistir las adversidades de la vida. La gente necesita trabajo y comida, pero también intuición, emociones, pensamiento, que le den sentido a su vida.

No recuerdo a quien le escuché decir, creo que fue a Gloria Bejarano, mi madre en cuestiones pedagógicas, que sería una gran cosa que las autoridades le añadieran a la bolsa solidaria un libro. Un pequeño libro de literatura. Podría ser un cuento o un poema. Esto serviría para que las familias, al abrir la bolsa, no solo encuentren comida para las tripas; también comida para el pensamiento. Es como aquel proyecto de ayuda social, que desafortunadamente no es panameño, donde al entregar una casa o un apartamento a la familia beneficiada, recibían también con la casa un pequeño librero lleno de libros. Porque la familia también necesita nutrir el espíritu y el pensamiento. Con la pandemia, los panameños, al igual que otras naciones, descubrimos que no solo estábamos vulnerables en términos de equipamientos de salud; también en términos de cultura. Sólo México contaba con un protocolo de intervención cultural en situaciones de emergencia que nació con el duro terremoto que vivieron en el 2017. 

La falta de imaginación y creatividad conducen, no solo a la alienación y enajenación de las personas; también es una forma de empobrecimiento que incapacita la voluntad de pensar y es allí donde está la verdadera enajenación y la incapacidad de expresarse como sujetos de derechos. Cuando veo en los medios a una persona gritar contra las autoridades, con toda la justificación del mundo, reclamando la falta de algún servicio, pero lo único que sale de su boca son palabrotas que oscurecen su protesta, solo pienso en la diferencia que hubiera sido si esa persona hubiera tenido la capacidad de organizar sus ideas y expresarse con un lenguaje menos superficial.

Pienso que la imaginación, la creatividad y el pensamiento crítico son instrumentos para que las personas puedan imaginar su contexto. Hablamos de una nueva normalidad, pero esa nueva normalidad se refiere a movilizarse en un mundo con normas de bioseguridad. La verdadera normalidad debería de partir de una nueva ética del pensamiento que nos ayude a reorganizar el ecosistema en todas sus formas. La “imaginación inteligente”, como la llamaba Cesare Pavece, es ahora, más que nunca, una de las vacunas importantes que deberíamos descubrir y todos inyectarla en nuestras vidas.

La Prensa, 03 julio de 2020


Aprendiendo un poco sobre el cuento y su misterio


Carlos Fong

Algunos amigos me reclamaron algo en mi artículo anterior. Me dijeron que había aclarado qué no era un cuento, pero que no había dicho qué era un cuento. En realidad, sí lo hice, pero creo que no fui muy preciso. Ese artículo apelaba a una relación más estrecha de mi vida con el cuento. Ahora quisiera navegar por otro afluente del río de los cuentos. 

Un cuento es una ficción. Eso significa que es una mentira. Una mentira que nos ayuda a tener una relación especial con la realidad. También es una mentira que nos habla de la realidad (quiero eludir la palabra verdad) desde otro enfoque: desde la imaginación. La imaginación no es lo que algunos piensan. Algo que es solo útil al artista o a la persona que vive de la creatividad. La imaginación es muy útil para todos.

Vuelvo al cuento como hecho estético. Un cuento es una mentira que deja una impresión de la realidad. Una mentira que falsea la realidad para descubrirla o reinventar otra realidad, no menos impresionante de lo que conocemos como realidad. Con esa mentira, con esa recreación le damos un sentido nuevo al mundo y no solo lo hacemos más interesante; también más significativo. Al hacer verosímil lo dudoso e imposible, estamos dándole sentido a los hechos de la vida.

Una vez una amiga muy querida, maestra, algo de historiadora y socióloga, me dijo que ella no leía cuentos ni novelas. Las ficciones no eran precisamente algo que la ayudaban a entender la realidad, porque estaban construidas de la imaginación y la fantasía no se lleva con las ciencias sociales. A mí me pareció asombroso esta lógica y, en vez de confrontarla, decidí dedicarme a estudiar las ficciones como un hecho social. 

En mi modesta biblioteca tengo muchos libros de cuentos y sobre teoría del cuento; pero también atesoro libros de antropología, filosofía, sociología y de historia. Los de historia panameña son mis favoritos, pero también leo estudios literarios y culturales. Estás lecturas me ayudaron a descubrir que mi amiga, que es una extraordinaria docente e investigadora, estaba equivocada, pero sin su ayuda y la ayuda de los libros de no ficción, yo no hubiera podido ahora entender todo lo que los cuentos pueden hacer.

Podría hablar de las ficciones en general, pero quiero detenerme en los cuentos. Tal vez otro día hable de la novela o la poesía, cuyas propiedades son igual de maravillosas. Los cuentos son un registro o lectura de la realidad. Leemos la realidad y la recreamos. Algo curioso es que el escritor de cuentos recrea la realidad y el lector también lo hace. Y es esto lo que me lleva a pensar que el universo existe porque lo estamos contando constantemente. Algo que el científico podría refutar fácilmente, pero si observamos bien también las ecuaciones son una forma de narrar el universo.

El cuento es una síntesis de la realidad, correcto. Pero es una sinopsis que nos brinda una concepción más general del mundo. Necesito dar un ejemplo: hace algunos años leí un cuento de Ryunosuke Akutagawa; se llama Rashomon. El cuento me deslumbró por su lenguaje y la precisión estética de las palabras, pero luego entendí que el valor de ese cuento era una serie de referentes importantes: un marco social, un tiempo, un espacio, y que los personajes me llevaban por una circunstancia existencial histórica que yo nunca habría percibido leyendo un tratado de historia japonesa.

Ese cuento data de 1915 y fue una historia que inspiró a Akira Kurosawa a hacer una película que le mereció muchos premios. Akutagawa vivió solo 35 años; se quitó la vida como muchos grandes autores lo han hecho. A mí me bastó leer uno de sus cuentos para fortalecer muchas nociones de la literatura que hoy me sirven para trabajar y resistir. Porque leer es una forma de resistencia. Es una forma de conocimiento que puede servir para tomar decisiones.

El cuento, como lectura del mundo, es capaz de problematizar la realidad y ponerla a disposición de otros. Las situaciones dramáticas por las que atraviesan los personajes y sus posibilidades en los cuentos pueden contrastar con nuestra experiencia y también reflejarnos nuestra imagen.

Flannery O’Connor dijo que un cuento tiene que ver con la realidad. Afirmaba que la escritura de ficción no tiene que ver con decir cosas; tiene que ver con mostrar cosas. Es lo que hacen los cuentos a diferencia de las ciencias de la comunicación. Para mí los cuentos son una forma de la creación, pero tienen su ciencia. Darle una acción dramática completa y compleja a un personaje para que gravite y tenga vida en un universo en particular es algo que necesita de cierta ciencia. Tal vez esa ciencia no es una técnica, tal vez es un misterio. Uno que involucra el misterio de la personalidad, como decía Flannery O’Connor.

La Prensa, 20 junio de 2020

sábado, 13 de junio de 2020

Después de todo, es cierto... La vida es un cuento



Carlos Fong


La vida es un cuento. O, mejor dicho, muchos cuentos. Quiero pensar en el cuento y no en la novela, porque los cuentos son más intensos y la novela más extensa. De cualquier forma, es cuestión de perspectiva. Si se fijan bien, la vida misma tiene la anatomía de un cuento: inicio (nacemos), nudo (nos desarrollamos) y desenlace (morimos). Esta comparación la han hecho varios escritores, pero el que me viene a la memoria es Nicolás Buenaventura Vidal, que en alguno de sus libros lo anota.

Los entendidos en el cuento, como género y categoría literaria, sostienen que un cuento no es una anécdota, ni una leyenda o relato popular, ni una parábola, ni una fábula; no es una biografía, ni un sermón; tampoco es un ensayo, una escena, una viñeta, un cuadro, ni una monografía. Todas estas formas son de la prosa, pero ninguna de ellas, aunque se parezcan, son un cuento.

Sin embargo, la vida de una persona está hecha de todo lo antes mencionado. Incluso es un chiste que a veces deviene en tragedia. He vivido medio siglo. Podría decir, de manera metafórica, que he sido un relato, una fábula, una viñeta. Porque cada momento o experiencia en mi vida ha sido una escena de aprendizaje. Yo fui ebanista, llantero, aseador, celador, estibador, cantinero, repartidor, chequeador y tuve otros trabajos que no sé cómo se podrían titular, como el de envasar agroquímicos, apalear sorgo y soya o desplumar pollos. Fui ayudante de albañil, de electricista, de mecánico y hasta maestro de karate.

Cada una de estas experiencias me ha ayudado a valorar lo que hace el otro. Aprendí que hasta para golpear con un martillo se necesita saber. Cuando converso con los jóvenes en algún taller o conferencia me gusta bromear y decir que soy un pokemon, porque evolucioné. Hoy soy un cuenta cuentos. Mis hijos se ríen a la hora de comer y me preguntan “¿Papá, ¿qué nos vas a decir hoy que hiciste en la vida?”. Se morían de la risa hace poco cuando les dije que repartí mafas y platanitos en las abarroterías de San Miguelito.

Sí. Evolucioné y estoy seguro de que seguiré evolucionando, porque en la vida de un servidor público que trabaja en el sector cultura con los libros, con la lectura, hay un sinfín de cosas maravillosas que se aprenden, como ser animador sociocultural, narrador, tallerista, incluso ayudante de biblioteca. Curiosamente es uno de los trabajos más hermosos que hay en la vida y que no he podido hacer. He trabajado en bibliotecas y con bibliotecarios, pero no podría decir que soy un bibliotecario, como sí puedo decir que fui un obrero.

Quisiera terminar con una reflexión. Empecé hablando de que la vida es un cuento. Al final es solo una comparación. Mi vida fue muchos cuentos. Ya lo dije. Pero un cuento, teóricamente y estéticamente hablando, es una mentira. Dijo Juan Rulfo que el cuento “es mentira, pero no falsedad”. Significa que todo lo que hemos hecho no es una mentira. El cuento es una mentira que nos enseña a descubrir la realidad o, al menos, a persuadirnos de la falsedad que la oscurece. El cuento nos ayuda a tener una idea más general de nuestro mundo; sintetiza, pero también amplifica la vida.

Esta noción de Rulfo nos sirve para defender el arte de contar historias, porque son mentiras que nos cuentan de alguna forma nuestra verdad. Es por eso que Eraclio Zepeda afirmó que “un cuento nunca puede construirse con una mentira”. Y el trabajo de un escritor es, como sentenció John Updike, “descubrir o inventar la textura verbal más próxima al tono de la vida, tal y como la han percibido sus nervios”.

Yo creo que aún sigo aprendiendo a descubrir mi textura verbal y que cada día es una aventura. La aventura de vivir, de contar, de amar, de sufrir, de resistir, de aprender. La vida es un cuento, indudablemente. El escritor Joaquín Armando Chacón dijo: “Un cuento es una narración donde los personajes sufren un acontecimiento que les transforma la vida”. Si parafraseamos esta idea antropológicamente, un poco salpicada de sociología: la vida es una narrativa donde los sujetos sufren las tensiones de los acontecimientos que cambian sus vidas. Puede ser, pero me gusta más la primera. ¿Cómo terminará mi cuento? Aún no lo quiero saber.


La Prensa, 13 junio de 2020.


miércoles, 3 de junio de 2020

Los nuevos escenarios de la lectura y la cultura


Carlos Fong

Cada vez que una crisis golpea una sociedad, los escenarios, en todos los sectores, son afectados y se producen cambios. La cultura no es una excepción y, tal vez, es uno de los escenarios en los que se dan más cambios, porque está implícita en todo: en la economía, en la salud, en la educación y en la misma cultura, cuando pensamos en el arte o las tradiciones.

Hace poco, como parte de mi trabajo en el Ministerio de Cultura, tuve la maravillosa experiencia de ser parte de un programa llamado Proyecto madrina y padrino de enseñanza virtual, del Centro de Atención Integral Fundación Chilibre Panamá. El centro, ubicado en Tocumen, es un albergue para niños y adolescentes en riesgo social por abandono, discapacidad, violencia sexual, maltrato físico, entre otros problemas. El espacio cuida niños y adolescentes de todas las provincias de Panamá, incluso migrantes sin acompañamiento.
 
Hablamos con los administradores del centro y acordamos organizar un círculo de lectura virtual. Al principio dude mucho, porque desconfío de los beneficios de la tecnología en algunos casos. Por ejemplo, en el tema de los círculos de lectura, encuentro fricciones entre los atributos de socializar la palabra cara a cara en una reunión que hacerlo por webinar. Podríamos pensar a favor de la tecnología que, en efecto, se llega a más gente sin frontera; sin embargo, hay acciones culturales que pierden mucho cuando se transmiten por video y creo que lo mismo puede estar pasando en otros espacios culturales, como las artes escénicas y el teatro, por ejemplo.

Volviendo al Centro de Atención Integral Fundación Chilibre Panamá, la idea de crear un círculo de lectura virtual tuvo un efecto altamente positivo. Debemos recordar que los niños de este albergue han estado en cuarentena siempre desde antes de la Covid-19. Están aislados y la crisis los obligó a dar las clases virtualmente, como el resto de los niños del país. Pero había algo que estos niños no habían experimentado nunca y fue el hecho de poder interactuar con la literatura en un círculo de lectura virtual. Y este hecho me hizo reflexionar sobre cómo podemos habilitar nuevos espacios culturales.

Algunos expertos ya han dicho que la digitalización mata la realidad y afecta el concepto de la cultura como resistencia. Me parece que es cierto, pero en algunos casos, en los que las brechas socioculturales son el pan de cada día, parece que lo digital posibilita algunas experiencias de transmisión cultural que deben ser analizadas.

En el caso de la lectura, Gustavo Bombini nos habla de la noción de escena de lectura, que es la unidad de práctica/de intervención y de análisis que se define como un evento de cultura escrita (de oralidad, de lectura, de escritura) situada en un contexto institucional y sociocultural determinado y llevado adelante por diversidad de sujetos posibles.

En este sentido, me parece que la actual crisis ha destacado nuevos escenarios, nuevas situaciones de transmisión cultural; que en realidad no son acciones novedosas en sí mismas. Una reunión virtual no es algo nuevo; ver un concierto por youtube, tampoco. Lo que es nuevo, me parece, es la forma de apropiación de estos momentos de parte de los sujetos. Vuelvo al caso del Centro de Atención de la Fundación Chilibre. Aquí los chicos tuvieron una experiencia con la literatura que por primera vez se transmitía de forma virtual y habilitamos una conversación que ni siquiera yo pensé que podría generar buenos resultados, porque, ya lo dije, un círculo de lectura funciona mejor cuando las personas socializan la experiencia de leer en un espacio físico.

Entonces, creo que a los gestores culturales y otros mediadores nos toca discutir algunas cosas generales post pandemia. Y una de las preguntas clave creo que será cómo hemos habilitado nuevos espacios y momentos de conversación y de interacción cultural sin haberle restado valor al arte, sino todo lo contrario.

Hasta el momento hemos visto muchas acciones culturales en la modalidad webinar (conversatorios, seminarios de formación, lectura de poemas y cuentos, entre otros). Hay que destacar que un webinar es un espacio en internet donde puedes conversar y compartir entre varios, a diferencia del webcast que es una conferencia en la que el conferenciante es el que habla y los demás solo escuchan, según encontramos en internet.

En el caso de la lectura y la escritura, que es el escenario cultural donde me muevo, creo que es importante que reflexionemos en esto: ¿Dónde la lectura, la oralidad y la escritura son imprescindibles como espacios de convivencia en estos tiempos de incertidumbre y qué posibilidad de generar otros espacios de apropiación se están dando que nos permiten habilitar nuevas conversaciones sin desprestigiar la dimensión estética de la literatura? Las dimensiones estética y social de la literatura son más que un discurso en estos momentos. Y la lectura, como práctica sociocultural, lo confirma.

Publicado en La Prensa; 30 de mayo de 2020

sábado, 23 de mayo de 2020

Fragmentos de una despedida



Carlos Fong

Isis Tejeira (1936-2020)
Estos días de tedio y confinamiento se tornan más lúgubres y pesados cuando el solitario viento y la súbita lluvia te susurran que un amigo ha fallecido. Las nubes grises del invierno parecen traer el rumor de recuerdos lejanos que se desgajan como antiguas guirnaldas olvidadas para decirnos que la felicidad consiste en saber recibir y dejar ir los grandes momentos que compartimos con los seres queridos.

La amistad es más que una palabra. Eso me consta. Un día, hace algunos años, caminaba por los pasillos de la Escuela de Español de la Universidad de Panamá y pregunté por la profesora Isis Tejeira. Alguien me dijo que estaba muy enferma; sentí una tristeza comparada a cuando enfermó mi padre, pero no me atreví a ir a visitarla. No sé por qué. Supongo que nunca fui un buen amigo. Ahora me siento un fracasado en la empresa de la amistad y conservo con nostalgia la imagen de una mujer alegre que siempre decía las cosas con gracia incomparable. El lunes 18 de mayo murió Isis Tejeira.

Amigos, colegas y familiares han escrito sobre Isis y han hecho semblanzas que yo solo duplicaría torpemente. Bastaría con recordar que fue hija de Gil Blas Tejeira, el creador de la novela Pueblos perdidos; será suficiente con reafirmar su compromiso con la cultura y la educación y que también nos dejó una obra literaria de gran valor.

Isis Tejeira nos dejó una obra pequeña en volumen, pero grande en contenido. Su novela, Sin fecha fija, debería ser parte del canon de la literatura que deben leer los jóvenes. Es una historia que desde el inicio va a presentar a un personaje que atraviesa por una situación dramática existencial y que permite, por medio del monólogo interior, explorar la condición humana: “¡Vea la vaina! ¡Pasó lo que tanto temía! ¿Por qué no fui por la escalera? ¡He quedado atrapada! ¡Contra! ¡Qué país éste en que siempre se va la luz! Y no sé ni dónde está el timbre de alarma. ¡Qué oscuro está esto! Debí haberme fijado dónde estaba el timbre, me enseñaron a ser tan precavida, tan todo en su sitio, tan ordenada… y ahora...”, dice el personaje al inicio de la novela.

Desde las primeras líneas Isis nos va haciendo una radiografía de un país donde “siempre se va la luz”. Esa misma preocupación por lo existencial lo vamos a ver en sus cuentos Está linda la mar... y otros cuentos y El impostor: tratado sobre un milagro ausente.

Actriz, directora teatral, novelista, cuentista y profesora, a cada una de estas fases Isis le dedicó su amor y compromiso, por eso su sobrino, Felix Armando Quirós Tejeira, que también es escritor, brindó con estas palabras: “Por tí, que eras una y fuiste todas. Indoblegable madre coraje. Tejedora de los sueños de San Blando, que no tiene cuando, donde el dolor nos devora con la amenaza del vacío; pero con un guiño asomas desde el corazón y anuncias la imposibilidad de tu ausencia”.

De todos los textos que he leído en estos días sobre Isis, quisiera rescatar otros fragmentos como el de Isabel Victoria Turner, quien hizo un resumen de su trayectoria, pero selló con estas palabras: “…queda en el tintero lo más importante, su calidad de ser humano, de amante hija, de hermana, de atesorar un inmenso amor por la familia; su abierto corazón de amiga fraterna que nunca restó cariño y fidelidad a quienes acogió en su anchuroso corazón”. Y el poeta Porfirio Salazar dijo: “…hacedora de sueños, amiga, coraje del agua y de la escena, no estás muerta. Amiga aire, amiga pájaro, amiga copa que rebosa llena de esperanzas...”.

Otros colegas, como Rodolfo De Gracia Reynaldo, rescatan frases de Isis sobre la función del teatro: “No veo el teatro como un escape, no me gustan los escapes. Es un cambio. Es una forma de enviar mensajes, de comunicar situaciones, de hacer denuncias'. Y el periodista cultural Daniel Domínguez apunta: “La recuerdo siempre contenta y de un humor contagioso. Tenía esa alegría y esa picardía propia de los duendes. Siempre me incentivó a seguir en esto de contar historias desde el periodismo”.


Qué puedo yo decir de mi profesora Isis Tejeira que se compare con lo que han dicho sus mejores amigos, familiares, alumnos y colegas. Qué puedo decir yo que sea tan digno como la voz del poeta o el recuerdo del familiar herido. Tal vez solo darle las gracias póstumas por las palabras de aliento que me daba para seguir escribiendo y seguir trabajando por la cultura. Tal vez recordar esos dos lagos cristalinos que me miraban acompañados de una sonrisa y esa voz que decía palabras para hacerme reír y saber resistir; porque de eso se trata la vida, en saber resistir con coraje como Isis Tejeira supo vivir.

La Prensa, 22 de mayo de 2020

lunes, 18 de mayo de 2020

La nueva normalidad y la cultura



Carlos Fong

Cultura no es una palabra que se evoca como una panacea contra los problemas que aquejan al mundo. De hecho, la palabra cultura es problemática en sí misma. Paul Johnson, refiriéndose a Jean-Jacques Rousseau, quien había escrito en su Emile: “El aliento del hombre resulta fatal para sus semejantes”, escribió que toda cultura trae problemas, ya que es la asociación del hombre con otros lo que saca a relucir sus propensiones malévolas.

El 21 de mayo es el Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo, en el marco de la crisis que sufre el mundo en la actualidad, y que ha desnudado, a propósito, muchos males de la humanidad, creo que es pertinente hacer una reflexión sobre el papel dimensional de la cultura.

Si toda cultura es problemática, si es el lugar donde se generan los conflictos, quiere decir también que es el espacio privilegiado donde se logran consensos. Si toda cultura es la extracción de las fatalidades y contradicciones malignas de los hombres, quiere decir que también es el transmisor de las virtudes más nobles del ser humano: la cultura nos ayuda a tomar buenas o malas decisiones.

Pienso que los momentos que atraviesa la humanidad a causa de la Covid-19 deben servir para tomar decisiones claves para el desarrollo humano y la cultura va a ser uno de los canales más importantes para lograr la nueva normalidad de la que tanto se habla.

De hecho, creo que para que esa nueva normalidad sea más saludable para el ser humano y todo su entorno, será menester rescatar el valor social de la cultura para apostar por horizontes y alternativas que en algún momento de la historia eran parte de la vida cotidiana. En otras palabras, creo que la nueva normalidad debería basarse en viejos referentes culturales que nos permiteron convivir con la naturaleza.

Los expertos en economía afirman que será necesario reorientar los procesos de desarrollo económico. Esa reorientación sin un desarrollo sociocultural sostenible agravará aún más la situación. Si las nociones de desarrollo no van dirigidas hacia una relación estrecha y sana con la naturaleza, quiere decir que no aprendimos nada.

Hay que apelar a la búsqueda de nuevas articulaciones y relaciones con el medio ambiente. Es indispensable retomar el diálogo con la naturaleza como Rodrigo Tarté lo advirtió en su momento. Debemos aprender a contextualizar estos momentos de conocimiento, experiencia y aprendizaje para repensar y darle sentido a la crisis desde la cultura y la educación. Incluso, hay que aprender a leer la incertidumbre que nos queda para interrogar la realidad y buscarle posibles respuestas.

La tarea que le toca a la educación es de gran magnitud. Ya grandes mentes como Noam Chomsky han dicho que es el momento de enseñar a los niños y jóvenes a entender el mundo.

Es importante que los docentes resignifiquen el valor de palabras como creatividad, participación, cooperación, solidaridad, empatía, para que en las aulas vuelvan a tener sentido, porque nuestra educación ha estado orientada a una lógica de competencia que es parte de la lógica neoliberal.

Debemos aceptar nuestros errores. Por ejemplo: ¿serán capaces nuestros gobiernos de reconocer que las políticas neoliberales agravaron las condiciones de la pandemia? Se habla de brechas tecnológicas, sanitarias, económicas, brechas de pobreza, pero, ¿nuestros gobernantes están dispuestos a confrontar los orígenes que crean esas brechas?

Seré temerario, pero sincero: pese a que la cultura es una herramienta de cambio social, la crisis no es garantía de que el sector cultura va a ser mejor, visible y saludable. Por eso desde la cultura se lucha y se resiste, porque también ella tiene brechas.

La Ley de Cultura, por ejemplo, otra víctima también de la pandemia, debe posicionarse ahora más que un documento que habla de derechos culturales. Debe servir para edificar el inventario del momento intelectual que ha generado la pandemia y consensuar el conocimiento de manera que todos los sectores sean verdaderamente tomados en serio desde una política cultural realmente efectiva.

Todos los movimientos culturales y sociales tienen una nueva experiencia que aportar y compartir a partir de ahora. Pero sin esos pactos, esas alianzas y esas dinámicas culturales, no construiremos nada positivo y la nueva normalidad será solo un eufemismo más en el diccionario humano de la infamia.

La Prensa, 16 de mayo de 2020


Del arte de echarse en la hamaca



Carlos Fong

Cuando el cielo truena y el perro corre a esconderse es cuando los entendidos del arte del ocio se regocijan porque saben que se avecina la lluvia, momento excelente para disfrutar de la cama o de la hamaca. Las primeras lluvias que han caído me han agarrado en mi casa por estar confinado como muchos panameños. Esto me ha permitido disfrutar de un soplo de delicada felicidad, porque son momentos que aprovecho para echarme en la hamaca y ponerme a trabajar.

¿Trabajar acostado en una hamaca? Sé que alarma al lector. Es menester que no confundamos pereza con el ocio. El segundo es un espacio en la vida de las personas donde el recreo y la cultura son una forma de felicidad necesaria para que las personas puedan rendir mejor en su trabajo. La pereza no produce ningún fruto. El espacio del ocio puede ser altamente productivo si se hace con creatividad.


El escritor chino Lin Yutang, en su libro El goce de la vida, dice en el primer capítulo titulado “De tenderse en la cama”, que “las nueve décimas partes de los descubrimientos más importantes del mundo, tanto científicos como filosóficos, se logran cuando el hombre de ciencia o el filósofo se halla acostado en la cama”.

Estoy convencido de que si las personas tuvieran al menos la oportunidad de contar con una hora diaria para descansar echados como mejor les venga, podrían tomar mejores decisiones para que sus proyectos sean más efectivos. Estoy seguro de que la mayoría de las mejores decisiones que han ayudado al mundo se han tomado desde una postura cómoda y relajada.

Desde luego que esta filosofía no es aprobada por los que acumulan riqueza a costa del trabajo asalariado y por los que creen que un servidor público debe estar las 8 horas en su puesto rodeado de cuatro paredes sin descanso; antes de eso, dos horas en un tranque para llegar a su trabajo y después dos horas más para regresar a su casa. Los que creen que hace 40 días los panameños éramos más felices, están equivocados. El Covid-19 no vino a desmejorar la calidad de vida; ya existía ese empobrecimiento.

En estos momentos, muchos trabajadores de la salud y de otros sectores trabajan al cien por ciento. Cuando ellos se acuestan a descansar, su espíritu se abstrae con dificultad y el valor de la soledad y la contemplación son aliados para resistir esta crisis. Esto está acorde con lo que dice Yutang: “El arte de estar tendido en la cama significa algo más que el descanso físico después de haber pasado un día de esfuerzo”.

Estos trabajadores que se están sacrificando el doble que el resto de la población llegan a sus hogares y desnudan sus pies, suspiran o resoplan tendidos en un sillón o en su cama y en esa cómoda postura pueden ponderar, según Yutang, sobre sus aciertos y errores, separar lo importante de lo trivial en el programa diario de esta crisis. Porque solo cuando los dedos de los pies se hallan libres, se libera la cabeza y es posible pensar.

Algunas personas me han expresado que están trabajando más duro con el teletrabajo y no tienen tiempo ni para descansar, pese a que están en sus casas. Tal vez lo único que aprovechan son las horas de tranque de las que se han librado, no tener que caminar muy lejos para ir al baño y disfrutar de una comida casera. Confinadas en sus casas, deberían sacar provecho al tiempo y tenderse en una hamaca.

Los que puedan disfrutar de una hamaca, preferiblemente colgada de forma estratégica en la terraza mirando hacia un pequeño jardín, muy bien. Privilegio inmenso los que tengan un río, el mar o una colina para admirar; pero basta con tener una hamaca y un pequeño jardín para pensar, leer y descansar. Una hora de ocio aprovechada es vital para organizar el programa diario.

En el caso de los escritores, comparto la filosofía de Lin Yutang. Dice: “…para el pensador, el inventor y el hombre de ideas, significa aún más tenderse tranquilamente en la cama durante una hora. Un escritor puede obtener más ideas para sus artículos o su novela en esta posición, que sentándose tercamente ante el escritorio toda la mañana y la tarde”. Sé que estos días de confinamiento pronto terminarán; entonces, volveré al tedio y las prisas; mientras tanto, disfrutaré de mi hamaca.

La Prensa, 08 de mayo de 2020

jueves, 13 de febrero de 2020

El camino necesario de la lectura



Carlos Fong

Tengo un nuevo desafío para mis lectores. Quiero que traten de estar 24 horas sin leer nada. No hagan trampa, porque el reto implica no leer nada, absolutamente nada. Ni un libro, ni un titular de periódico, ni un mensaje de whatsapp, ni el correo, ni un informe, ni siquiera ese memo de recursos humanos que te hace temblar; ni la receta de esa medicina nueva, ni los subtítulos de esa serie que sigues hoy, ni el calendario que tienes en el baño, ni las señales de tránsito, ni el letrero que te permite saber si debes tirar o halar de la puerta; ni siquiera la factura que te dio el tipo de la gasolinera, ni el horario de trabajo. Nada. Se trata de un día sin leer.

Estoy seguro de que acaban de pensar que perderán este desafío. Para cualquiera persona que tenga el privilegio de conocer el alfabeto y que sea capaz de decodificar el lenguaje escrito, no puede estar un día sin leer algo, por muy pobre y simple que sea su vida. Leer es una práctica sociocultural por su multiplicidad de dimensiones en que los sujetos la entienden y la desarrollan desde sus propios espacios y situaciones sociales. La lectura debe ser entendida desde las maneras reales en las que la gente la asume y la entiende y la desarrolla en la vida cotidiana.


Solo la noción de lectura está en la vida de muchas formas: se leen las constelaciones, las imágenes, el clima, los planos, las señales del tránsito, el terreno, las cartas, los mensajes de la publicidad, la mano, el iris del ojo, los instrumentos de navegación, las huellas en el tiempo, se leen los sueños, las notas musicales, se leen las corrientes marinas, se lee el pasado y la memoria. Por eso Alberto Manguel, en su hermoso libro Una historia de la lectura, compara el poder del lector con el tamaño del universo.

Leer, como decía Jorge Luis Borges, es una forma de felicidad, pero también es una necesidad. Sin embargo, la brecha de la desigualdad en nuestros países se agranda cada día y son miles los niños fuera de la escuela primaria, otros miles no la terminarán y otros miles se saldrán antes de llegar a secundaria. Algunos milagrosamente aprenderán a leer, pero serán analfabetas funcionales para el resto de sus vidas.

La responsabilidad de que todos tengan derecho a la lectura no es solo del Estado. Es cierto que son las instituciones de educación las que tienen el deber de alfabetizar; la adquisición de la lengua escrita es la función de la escuela. Sin embargo, y en esto estoy totalmente convencido por la experiencia trabajando en procesos culturales, la lectura debe ser un instrumento de gestión cultural dentro de todas las instituciones, desde lo privado y lo público. Esta articulación es indispensable para poder hablar de democracia cultural.

La lectura debería estar presente como una herramienta de construcción de la democracia y la ciudadanía en todos los sectores, no solo en las escuelas o en la biblioteca. Estas son instituciones culturales donde la lectura encuentra un significado especial casi poético; pero los espacios de la lectura están en las tensiones de la vida cotidiana. Desde una sala de espera en un centro de salud hasta la estación del metro. En los espacios y tiempos de espera que nos ofrece la vida.

Daniel Cassany dice en un importante estudio “que la lectura crítica contribuye a formar ciudadanos más respetuosos, autónomos y dialogantes para una democracia más madura y justa”. Es por eso que la lectura sirve para la inclusión social y el fomento de la diversidad, el sentido de pertenencia, la valoración de las ideas éticas del cuidado; para reconstruir tejidos heridos, es decir, para la cohesión social; para mejorar el capital social y el entorno, para favorecer la formación, la investigación y el derecho a la información; en resumidas palabras: para la construcción de ciudadanía.

Uno de los desafíos de la gestión cultural en el marco de las políticas culturales es crear los flujos articulados que permitan que la lectura sea visualizada como un derecho y eje transversal que cruza los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Nos conforta saber que en la reciente Ley de Cultura, que actualmente se discute en varios foros ciudadanos, se incluye a la lectura, el libro y las bibliotecas. Hay un camino aún que recorrer; lo importante es empezar a caminar.

La Prensa, 08 feb 2020 - 12:00 AM

domingo, 2 de febrero de 2020

La cultura como supervivencia


La cultura como supervivencia

Carlos Fong
Hagamos un breve ejercicio. Cerremos los ojos y tratemos de imaginar un mundo sin cultura. Sin ningún tipo de arte ni expresión. Sin tradición ni espacio para eso que llamamos recreación. Sin ningún tipo de reservorio para la memoria, sin museos sin bibliotecas sin parques. Nada. Ni fiestas ni festivales ni ferias, ni ritos y ceremonias. Ni siquiera un lugar donde podamos reunirnos para echar cuentos, reflexionar, pensar y conversar. No existe la música, la literatura, la pintura, ni siquiera se sabe bailar. Nada. La cultura no existe.

¿Pueden imaginarlo? Yo no. Sencillamente es imposible entender el mundo sin la cultura. Más que una realidad distópica es una ceguera blanca o quizás negra, donde es imposible habitar. La vida cultural es imprescindible para la humanidad. ¿Qué nos hace distintos y al mismo tiempo iguales? La cultura. Desde los primeros registros de escritura de la humanidad, desde sus primeros intentos de expresar sus emociones y deseos, tan solo el hecho de haber inventado el lenguaje, el ser humano no puede vivir sin cultura.

La vida cultural es tan importante que no se puede convivir en ninguna sociedad si no existe una serie de códigos, lazos o vasos comunicantes que hacen posible la comunicación para un ambiente donde las relaciones se cruzan entre las ideas y las emociones. Todos los seres humanos tienen una forma de ver, sentir e interpretar la vida desde lo material hasta lo espiritual. Esta sensibilidad le sirve para sobrevivir. La cultura es una forma de sobrevivir. La calidad de vida de las personas depende de la salud de su cultura. Nuestra salud física y espiritual, la felicidad, dependen de nuestra cultura.

El ser humano tiene necesidades que no son materiales, como: el amor, la felicidad, la convivencia la solidaridad, la identidad, los valores, la pertenencia, la religiosidad, etc. Son necesidades intangibles o inmateriales. También las tiene materiales: su casa, la naturaleza que lo sostiene, los lugares de reuniones sociales, etc. Si alguno de estos elementos, que forman parte de los componentes esenciales de la vida cultural, es afectado, la calidad de la vida de las personas es amenazada. Por ejemplo, la contaminación de un río cercena la convivencia de una comunidad.

Todas las comunidades, tanto urbanas como rurales, han elaborado a través de los tiempos una diversidad de elementos culturales los cuales les permiten organizar sus relaciones simbólicas y comunicativas. Las fiestas, las tradiciones y las costumbres, por ejemplo, son una forma de significar la vida y darle un sentido.

La cultura es una dimensión transversal. Se encuentra en toda nuestra vida. Pensemos solamente en el cuerpo. Las dimensiones, valores y posibilidades del cuerpo son expresión de la cultura. Con el cuerpo hablamos, bailamos, jugamos; lo adornamos, lo vestimos, lo marcamos, y lo usamos sensualmente para expresarnos de diversas formas. Por eso, a través, de los tiempos el cuerpo ha sido canal para la cultura como una forma de resistencia. Hay cuerpos censurados y cuerpos emancipados.

La cultura está en nuestra organización cotidiana, en la política y en el medio ambiente, en nuestras creencias e ideas; está en nuestro imaginario de identidad y en todo el ecosistema de la vida. La cultura es la forma de criterio con la que vemos y construimos posibilidades y una manera de sobrevivencia. Por eso hay presidentes a los que les gusta la guerra que amenazan con destruir el patrimonio de una nación. De esta forma borran la herencia genética de un pueblo. Pasó en Irak en el 2003, cuando las tropas de Estados Unidos invadieron Bagdad. La Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico y el Archivo Nacional fueron destruidos, acabando con las tablillas de arcilla de la civilización sumeria y miles de libros del periodo otomano que fueron reducidos a cenizas. Ejemplares únicos de Las mil y una noche desaparecieron para siempre. Basta con leer el libro de Fernando Báez, La destrucción cultural de Irak: un testimonio de postguerra, para llorar.

Cuando ardieron las selvas de Brasil y Australia, el patrimonio natural de la humanidad ardió indiferente, mientras que los gobiernos del mundo, que tenían todo el poder para ayudar a apagar las llamas, jugaban a la geopolítica. De nuestra cultura dependerá la salvación, porque hasta el culto a la muerte es una forma de cultura. Tal vez la cultura de la destrucción sea nuestro destino. Espero que no.
La Prensa, 31 ene 2020 - 11:00 PM
El autor es escritor y encargado de la Oficina de Promoción de la Lectura de MiCultura

Cuando contamos cuentos


Cuando contamos cuentos
Carlos Fong

24 ene 2020 - 11:00 PM
El 22 de enero de 2020, el diario ABC de España publicó una noticia en la que se muestra por primera vez los beneficios para el cerebro de leer a los niños frente al daño que causan las pantallas. En efecto, la nota dice: “Dejar a un lado las pantallas y leer libros a los niños durante los cinco primeros años de vida aumenta el desarrollo del cerebro, de acuerdo con los primeros estudios en proporcionar evidencia neurobiológica de los beneficios potenciales de la lectura frente a los posibles daños causados por el tiempo que pasan frente a las pantallas”.

La investigación fue llevada a cabo por el Centro de Lectura y Alfabetización del Hospital de Niños de Cincinnati, en Estados Unidos. Sin la menor intención de menoscabar el aporte de la ciencia, esto es algo que ya sabíamos los que contamos y escribimos cuentos, pero no teníamos una forma objetiva de probarlo y la contribución que hace este estudio es importante porque sustenta el discurso que desde la cultura de la oralidad nosotros venimos defendiendo: escuchar cuentos favorece el complejo proceso cognitivo desde la primera infancia. Que lo afirme un cuentero, puede ser trivial, pero que lo diga ahora la ciencia, es algo de peso.

Las diversas teorías del lenguaje, por mucho que friccionen entre sí, parecen afluentes del mismo río: el lenguaje oral es un instrumento de codificación del pensamiento que permite que el ser humano organice los símbolos de su entorno y el mundo. Alexander Luria, discípulo de Vygotsky, afirmó: “El lenguaje tiene la finalidad de dar forma final al pensamiento; de prepararlo para la actividad intelectual, a la vez que indica la naturaleza social de la actividad intelectual del hombre, hecho que le distingue radicalmente del animal”.

Todos los estudios, desde las ciencias de la lingüística y la neurociencia, son fascinantes y contribuyen mucho a lo que conocemos en torno al lenguaje oral y su relación con el desarrollo cognitivo, pero, para esta nota, voy a ser más susceptible y para fortalecer estos logros científicos quisiera valerme de algunas ideas de maestros de la narración oral, algunos con los cuales ya he tenido el honor de contar cuentos en el mismo espacio poético donde hemos coincidido.

Para Roberto Moscoloni, por ejemplo, los relatos populares van más allá de las historias oficiales, mantienen viva la memoria de las distintas comunidades. Esto me parece importante, porque la cultura de la memoria es algo que no tenemos los panameños. Las historias que narramos son la valoración de esa memoria colectiva y sus atributos. Nicolás Buenaventura Vidal afirma que “…el contar es otra forma de conocimiento que reúne, junta las partes rotas, vincula, establece asociaciones, construye puentes, teje vínculos”. Es decir, que al escuchar cuentos se crean lazos invisibles que sanan el tejido social y crean conexiones cívicas que fortalecen la cohesión social.

Nuestra querida Mayra Navarro, narradora cubana que recientemente tomó ese camino sin retorno, nos dejó esta reflexión: “Los cuentos escuchados durante la infancia permanecen latentes en la memoria de manera inconsciente; gracias a ellos, la palabra hablada, mediante la impresión producida por el despliegue integral de lo expresivo oral, con las modulaciones de la voz y lo gestual, favorecen la apropiación, ampliación y perfeccionamiento del vocabulario y el enriquecimiento del lenguaje”.

Y esta apropiación del mundo simbólico es también una adjudicación del mundo real que se transfiere a través de la cultura de la oralidad y la lectura. Nunca antes había necesitado tanto la humanidad de las historias, de esas ficciones maravillosas, capaces de despertarnos para confrontar la realidad; esos mitos, fábulas, cuentos y leyendas que nos ayudan a volver a conversar en un mundo cada vez más solitario y egoísta.

Los cuentos nos enseñan a ser empáticos, solidarios, cooperativos; a pensar más en lo que nos parecemos que en lo que nos diferencia. Incluso, al hablar de diferencias, la narración oral es una conversación dimensionada con el otro. Cuando contamos cuentos nos estamos encontrando con la otredad; narramos nuestra identidad y la de los demás; para asombrarnos y extrañarnos, para fortalecer el sentido de pertenencia, de bienestar y de identidad; jamás para destruirnos y discriminarnos. La narración oral beneficia a los niños desde la primera infancia para adquirir el lenguaje y el pensamiento y a los adultos para devolvernos el valor social de la palabra.

El autor es escritor y encargado de la Oficina de Promoción de la Lectura Micultura

El espacio privilegiado


El espacio privilegiado

Carlos Fong
La Prensa, 17 ene 2020 - 11:00 PM

Me suele suceder que cada vez que termino de contar un cuento, se me acerca un niño o niña (para evitar discusiones de género) y me da las gracias. La última vez me pasó cuando terminé de contar cuentos en una actividad de barrio para recordar el 9 de enero. Era un niño bastante grande, como de 10 años. Siempre que me pasa esto siento en las palabras de esos niños una sinceridad muy especial y llena de ternura; como alguien que después de caminar sediento largas horas te da las gracias por ese trago de agua. Los adultos también suelen acercarse, pero para decir: “Muy bien”, “lo felicito”, “estuvo muy bueno”.

Yo creo que la diferencia está en que los niños perciben una dimensión distinta de los cuentos que los adultos hemos proscrito, porque no hay lugar para la imaginación en nuestro mundo real de las prisas. Los niños se sienten agradecidos porque al escuchar un cuento se les otorga un espacio de ternura, ensoñación e ilusión. El imaginario de los cuentos pertenece a otra realidad que prolonga el mundo de la imaginación. Un niño se siente agradecido al escuchar un cuento, porque es una experiencia de felicidad para él.

La narración oral tiene muchos beneficios comprobados por la neurociencia y por los estudios especializados. Muchos de ellos tienen que ver con cuestiones pedagógicas y didácticas, como la atención, la concentración, la riqueza del lenguaje, el bagaje cultural, la retención, entre muchas más; pero yo creo que escuchar cuentos desde la primera infancia privilegia cosas más importantes que tienen conexión con el imaginario infantil. Y esa conexión, que los adultos han perdido, logra, de alguna manera mágica, construir una realidad fantástica y edificante para los niños.

Hace poco, Gloria Bejarano me hablaba del problema de utilizar los cuentos como trampas. Es decir, y aquí me dirijo con mucho cariño a los docentes, usar el cuento para enseñar, por ejemplo, ortografía o valores. En términos de lectura hay mucha “literatura infantil” (las comillas son intencionales) que pretende informar, valorar, moralizar, incluso adoctrinar; matizar la fantasía con la intención de que se parezca a la realidad, desplazando la imaginación, porque así el niño entiende mejor el mundo. Cuando utilizamos los cuentos con ese propósito, todo eso que Michele Petit ha llamado “los méritos de lo imaginario”, se pierde.

Leer y contar historias desde la primera infancia fortalece la singularidad interior de los niños y construye la subjetividad sin forzarlos a entender cómo funciona el mundo. Contarle cuentos a los niños sin duda garantiza mejores personas para la sociedad, porque estamos, a través de las historias, construyendo ciudadanía, tejiendo relaciones, haciendo empatía, pertenencia, todo lo que usted imagina, pero no olvidemos que lo primero que tenemos que hacer es nutrir su saber simbólico, en vez de priorizar en información objetiva. Aprender a numerar, los colores, los valores, no es la misión de los cuentos; aunque hay autores y narradores que usan el cuento como herramienta de manera creativa.

Los niños tienen derecho a aprender, pero primero tienen derecho a ser niños. Los cuentos han venido para que ellos puedan jugar, expresarse, actuar, cantar, pintar y construir. Por eso hay toda clase de historias a partir de lo lúdico. Por eso hay cuentos curiosos, corporales, asquerosos, de distensión, de nunca acabar, escabrosos, inquietantes, con bichos y personajes fantásticos. Las buenas historias son una experiencia con la complejidad de la vida y sus diversas incertidumbres, que el niño descubre con la ayuda de adultos que no utilizan los cuentos como trampas de aprendizaje sino para nutrir el imaginario de infancia.

Termino con un consejo que pueden tomar tanto padres como docentes. Los niños, desde la primera infancia, necesitan estar rodeados de la palabra, abrazados por el susurro de la poesía, de las metáforas, las onomatopeyas, las cadencias, la musicalidad y los silencios de la palabra que son el lenguaje de la oralidad, que es el puente hacia la lectura y la escritura. Cuando los niños hacen la relación entre el mundo de la oralidad, ese mundo de seres maravillosos, solos harán la conexión con el mundo real que tanto nos mortifica a los adultos.

El autor es escritor y encargado de la Oficina de Promoción de la Lectura en MiCultura

El maestro redentor


El maestro redentor
Carlos Fong

Hay un texto de William Ospina en su libro La lámpara maravillosa, que me parece lectura obligatoria para cualquier docente; se llama: “Carta al maestro desconocido”. Su primer párrafo dice así: “Los gobiernos suelen confiar a los guerreros la misión de salvar a sus pueblos. <<Salve usted la patria>>, le dicen a un hombre a caballo que tiene una lanza en la mano, y que tiene el deber heroico de desbaratar a grupos feroces de enemigos armados. Hoy, la situación es otra. Es el maestro el que tiene el deber y la posibilidad de salvar a la sociedad”.

Ospina es sincero con el lector y añade de inmediato: “yo creo que en todos nosotros tiene que haber un maestro, así como en todos tiene que haber un alumno”. El país entero es una escuela, la educación está en todas partes, dice William, sobre todo en los buenos ejemplos. Ejemplo, somos todos. Al final, la escuela es solo parte del sistema, por lo tanto, si las cosas andan mal no es responsabilidad únicamente de esta institución; hay un compromiso tácito de la comunidad con la educación, nos hace comprender el autor colombiano.

El ensayo de Ospina nos hace reflexionar en un sinnúmero de temas en torno a la educación y el papel del docente. Yo pienso en la noción del maestro redentor. Nada que ver con la religión. No hablamos de un mesías ni de un gurú. Pero permite repensar y reflexionar sobre un nuevo ecosistema pedagógico que posibilite que los alumnos tengan más deseos de ir a la escuela y que vean el aula de clase como un espacio de redención y no un lugar que riña con sus identidades y sus sueños.

La imagen que tengo de este docente salvador quizás es utópica. Un maestro con las cualidades de un súper héroe. Es muy seguro que ya muchos docentes tengan estos súper poderes: paciente, creativo, innovador, formador, atento, inventor, motivador, investigador, organizado, capaz de desafiar y adaptarse a las condiciones ambientales más terribles. De hecho, estoy convencido de que se necesita tener poderes sobrenaturales para lidiar hasta con 35 alumnos diariamente y combatir a un villano llamado currículo (aunque en el fondo no debería de ser un villano, sino un aliado).

Yo creo en este docente salvador al que hace alusión Ospina y creo que es una especie de maestro emprendedor. Estoy pensando en otros poderes sobrenaturales: liderazgo, comunicador, negociador, empático, ético, flexible, arriesgado, comprometido y creyente. Me detengo un poco en estas dos últimas palabras.

No se puede ser un buen docente sin tener compromiso y ese compromiso va más allá de la ética laboral. No estoy pensando en la puntualidad o el trabajo arduo; me refiero a un compromiso con una enseñanza más humana y menos individualista. Se puede educar a técnicos humanizados. Por otro lado, cuando pienso en un docente creyente, no aludo a ningún tipo de culto, sino a creer en que los alumnos, de cualquier entorno, pueden llegar a ser buenos ciudadanos, pese a todo.

No estoy seguro de que el docente tenga conciencia de que su vocación es hermosa y peligrosa. Sé que no tenemos problema con el primer adjetivo, pero quizás la palabra peligro necesite explicarse. Voy a ilustrarlo con un solo ejemplo: aprender a leer y escribir son herramientas de poder. Una maestra le regala un instrumento a cada niño al enseñarle a leer y a escribir. Ese instrumento de comunicación puede ser un arma y puede ser usada para el bien o para el mal.

Los poderes de la palabra son infinitos. La alfabetización gestiona formas de poder. Una persona que aprende a leer y a usar la palabra, puede llegar a ser un héroe o un villano. Y según el camino que elija, hará uso de ese poder ya para emancipar a la humanidad o ya para esclavizar con sus ideas tiránicas a los que sigan su pensamiento. La historia de la humanidad está llena de grandes personajes de ambos bandos. No sabemos quiénes fueron los maestros de estos ángeles y demonios. Desde luego que no fue culpa de sus maestros el destino que escogieron, pero de algo estamos seguros: hubieran sido nadie sin un maestro.

El autor es escritor y encargado de la Oficina de Promoción de Lectura del MiCultura
La Prensa, 10 ene 2020 - 11:00 PM

lunes, 6 de enero de 2020

Demetrio Fábrega y la lectura

Demetrio Fábrega

Tengo un pequeño tesoro en la bandeja de entrada de mi correo personal: una correspondencia con Demetrio Fábrega, uno de los intelectuales más importantes de nuestro país, que ha traducido a Francesco Petrarca, la figura principal del Renacimiento como poeta y como el hombre de cultura que restablece el vínculo con la literatura griega y romana de la Antigüedad Clásica, y a Pierre de Ronsard, considerado el más grande poeta de Francia.

Esta confesión es una excusa para hablar de un tema que también ha sido una de las preocupaciones del poeta que ha venido investigando desde 1985. Tanto es así que ha tenido comunicación personal con Noam Chomsky sobre el problema del analfabetismo funciona
l, que es la causa principal de la crisis sin precedentes que atraviesa la educación nacional. Para don Demetrio, el problema medular no está en el currículo per se, sino en el método de adquisición del lenguaje escrito. Un método de enseñanza que nos impusieron comenzando la década del 60 y que destruyó la primaria a partir de finales de los 70.

En efecto, para don Demetrio, el método global ha sido un desastre para la educación a nivel mundial, “salvo en países como Finlandia, Singapur y en cierta medida en los países escandinavos y en los países del Asia que usan la escritura china porque tienen que comenzar a enseñar a leer y escribir antes de los siete años de edad”. Para él es vital regresar al método silábico o lineal, que es “como se enseñaba en Grecia hace 26 siglos y después en Roma y así volvieron a enseñar en el Renacimiento y así enseñaban las maestras que se graduaban en la Escuela Normal de Santiago antes de la II Guerra Mundial hasta 1960. En Panamá entonces se hablaba el mejor español de América”.

Observa que, en Francia, el Ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, decidió acabar con el desastre de la educación en el 2017 volviendo a la enseñanza silábica. Yo no había comprendido a fondo esta triste realidad hasta dialogar con don Demetrio y es que, si un niño llega a la edad de diez años y no sabe leer y escribir, difícilmente lo logrará después. Esto, según los últimos avances de la neurociencia.

Cita las investigaciones del japonés Kuniyoshi Sakai y otros neurocientíficos como el francés Stanislas Dehaene, que han revolucionado la educación del niño. En Francia, me dice don Demetrio, se han utilizado estos conocimientos para implementarlos en la educación desde el año 2017, es decir, el método lineal y estableciendo la instrucción obligatoria desde los tres años de edad para que el niño pase años aprendiendo a distinguir las letras y reconocer el sonido que representan hasta poder identificar los fonemas con sus respectivos grafemas, antes de entrar en el primer grado de la escuela elemental después de cumplir seis años.

Afirma que desde Jean Piaget y Eric Heinz Lenneberg en el siglo pasado, pasando por estudios científicos en los últimos diez años, se ha demostrado que, si el niño no aprende a leer y a escribir en los primeros diez años de vida, nunca aprenderá bien a leer ni a escribir y nunca podrá dominar otro idioma tampoco ni habrá adquirido las habilidades cognoscitivas indispensables para poder razonar y pensar.

Los franceses no habían descubierto hasta hace poco el problema que tenían e hicieron cambios radicales en la educación que utilizaba el mismo método que tenemos en Panamá desde 1980, me comenta don Demetrio. Según su investigación, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra tienen los porcentajes de analfabetismo funcionales que ponen los pelos de punta. En conclusión, de nada servirá un plan de lectura o las estrategias más hermosas de animación si en el país no se reconoce que el problema es que en la escuela primaria no le enseñan a leer realmente a los niños.

En este sentido, creo que el Ministerio de Educación por fin ha aceptado esto y estamos a tiempo, como en Francia, de tomar decisiones serias y así escapar del “Verdummung', palabra del alemán que significa embrutecer y es la que usó don Demetrio cuando bautizó la imbecilización de la humanidad.

La Prensa, 4 de enero de 2020.

La niñez y la juventud, entre brechas


El 2019 comenzó en Panamá con un evento mundial de gran importancia encabezado por los jóvenes: la JMJ, y se podría decir que finalizó con otro momento nacional, liderado también por los jóvenes, que fue las protestas en contra de las reformas constitucionales, que el presidente, salomónicamente, acaba de proponer que se retiren. En ambos acontecimientos, uno menos grave que el otro, los jóvenes fueron la clave y esto es importante reflexionarlo a fin de año.

Hay una frase que el presidente Laurentino Cortizo Cohen reitera en muchos de sus discursos: “Este es un gran país”. Es cierto. Es un gran país desde muchos puntos de vista: desde la economía, por ejemplo (somos el segundo país más competitivo de América Latina y el primero en Centroamérica, y tenemos las tasas de crecimiento económico más altas de la región, según los informes), hasta la cultura (somos un país con una multiculturalidad admirable, que posibilita el desarrollo cultural en todas las esferas).

Este “gran país” se enfrenta a grandes retos, como el rescate de la institucionalidad, la lucha contra la corrupción y una burocracia absurda e inoperante; la inseguridad y prevención del delito; la educación y salud de calidad; el desarrollo de la ciencia, la investigación y la cultura; la innovación y el talento emprendedor, y la lucha contra la especulación de los medicamentos y la vivienda, que hacen que la calidad de vida sea un sueño.

En nuestra opinión, en medio de estas tensiones y desafíos, lo que hace que seamos un “gran país” es nuestra gente. Esa gente es la que hace posible que la economía funcione y tengamos una riqueza cultural. Y esa población tiene un alto porcentaje compuesto de niños y jóvenes, que en la actualidad viven en un país con muchas amenazas que ponen en peligro su destino.

En este “gran país” la situación de los derechos de la niñez y la adolescencia (según estudios recientes de Unesco) no es algo de lo que podemos sentirnos orgullosos. Los niños y jóvenes están cruzados por muchas tensiones y viven entre distintas brechas que amenazan su futuro.

El análisis de estas brechas, según la Unesco, nos recuerda los cuatro países que Pedro Rivera nos reveló en una memorable conferencia: un país transitista, un país agrario, un país marginal y un país excluido. En estas cuatro imágenes de país hay una lectura de un solo país abandonado, olvidado, saqueado, descuidado; un país con muchas víctimas, entre las cuales son los niños y los jóvenes los más vulnerables.

Entre las principales brechas está la falta de información representativa que permita tener políticas públicas que garanticen el derecho a la vida, el crecimiento y el desarrollo de los niños y adolescentes en Panamá; una brecha territorial que es evidencia de una asimetría entre el área rural y la urbana; una brecha de género, el alto índice de mujeres adolescentes embarazadas repercute negativamente sobre el derecho a la salud y al desarrollo integral y perpetúa la pobreza; brechas socioeducativas y socioeconómicas, la falta de una educación de calidad y el débil apoyo de la empresa privada no favorecen a la niñez y la juventud y empobrecen su entorno; brechas en la prestación del servicio, el informe de la Unesco dice que faltan especialistas médicos, profesionales de salud mental y promotores de salud comunitaria. Quiero añadir la falta de promotores culturales y equipamientos culturales.

En conclusión, la oferta de diversos servicios de desarrollo para la niñez y la juventud es precaria en Panamá, para ser un país que presume ser el más desarrollado de la región. Los desafíos para garantizar los derechos de los niños y jóvenes están muy claros en la investigación de la Unesco. ¿Qué hace falta? Como siempre: voluntad política y una integración sincera del sector público y privado para trabajar articuladamente por nuestros niños y jóvenes, que ya se ha dicho, no son el futuro de la nación: son su presente.

No es gratuito que los jóvenes sean los que están saliendo a la calle a luchar por sus derechos; derechos que son de todos. Las identidades juveniles son una bomba de tiempo. Desencantados e indignados, no se van a quedar con los brazos cruzados mirando como este “gran país”, que lo es, es también un espejismo. No somos un oasis, no somos una tacita de oro, no somos el país más feliz de la región, porque mientras la mayoría de nuestros niños y jóvenes estén sufriendo, habrá una verdad que maquillar.

La Prensa, 28 de diciembre de 2019.

Voces de la invasión en la literatura


Sin menoscabar el valioso trabajo de distintos formatos artísticos que han abordado el tema de la invasión desde la cultura como las artes escénicas, el muralismo, el performance, la escultura, la caricatura, la fotografía, la pintura, el cine, el documental y la música, en esta ocasión queremos, al conmemorarse los 30 años de la invasión, reconocer una selección de voces de nuestro corpus literario que con sensibilidad artística hablan de los sucesos del 20 de diciembre de 1989.

Olmedo Beluche, Manuel Orestes Nieto, Roberto Luzcando, Ramón Oviero, Gloria Young, Pablo Menacho, Arístides Martínez Ortega, Arysteides Turpana, Xavier Collado, Consuelo Tomás, Bertalicia Peralta, Moisés Pascual, Indira Moreno, Eyra Harbar, Leoncio Obando, Lucy Chau, Alex Mariscal, Jilma Noriega de Jurado, Enrique Chuez, Mireya Hérnandez, Moravia Ochoa, Mario Augusto Rodríguez, José Cambra, Pedro Luis Prados, Porfirio Salazar, Héctor Collado, Dayra Miranda, David Robinson, Mario García Hudson, José Carr, Juan Gómez, Raúl Leis, Dimas Lidio Pitty, Tristán Solarte, Martín Testa Garibaldo, Chuchú Martínez, Víctor Manuel Rodríguez, Pedro Rivera, Carlos Francisco Changmarín, Juan David Morgan, Itzel Velázquez, Víctor Manuel Rodríguez, Rey Barría, Félix Armando Quirós, Carlos Jiménez Varela, José Franco, Octavio Tapia, Javier Stanziola, Jhavier Romero, Giovanna Benedetti, Claudio de Castro, Julio Yao, Carlos Fong, Carlos Wynter Melo, entre otros, han escrito cuentos, teatro, ensayos, poemas y novelas sobre la invasión. En este artículo solo mencionamos algunas obras escritas desde la ficción.

La voz aún no quemada (1990) y El humo y la ceniza (1993) fueron las dos primeras antologías de poesía sobre la invasión que se editaron. También en este formato hay que citar la edición especial de la revista cultural Lotería (1994). Otro libro que compila textos sobre el tema es Cuatro cuentos recientes sobre las relaciones de Panamá con los Estados Unidos (2016), que recoge cuentos de cuatro autores: Raúl Altamar, Pedro Crenes, Javier Medina Bernal y Berly Núñez Pitty.

Juan Garzón se va a la guerra (1992), de Moravia Ochoa; Los ultrajados (1994), de Mario Augusto Rodríguez; Desde el otro lado del sueño (2002), de Pedro Luis Prados; Las huellas de mis pasos (1993), de Pedro Rivera, y Un milagro bastante raro (2008), de Víctor Manuel Rodríguez, son libros clave en la cuentística.

Enrique Chuez escribe la primera novela sobre la invasión: Operación Causa Justa (1991); le sigue José Franco, con Las luciérnagas de la muerte (1992). Mario Augusto Rodríguez escribe la novela Negra pesadilla roja (1993). Juan David Morgan es autor de Cicatrices inútiles (1994). Jilma Noriega de Jurado tiene la novela epistolar Y cayó sobre nosotros el estruendo de la muerte (2002). Tristán Solarte escribió La serpiente de cristal (2002). Hombres enlodados de Javier Stanziola (2012); Aviones dentro de la casa (2016), de Carlos Fong; Una corona con cantáridas (2018), de Rogelio Guerra Ávila, y Las impuras (2015), de Carlos Wynter Melo, son novelas que relatan el tema de la invasión.

Los primeros poemas a la invasión son atribuidos a Luis Carlos Jiménez Varela con Patria fusilada, y Otra vez la muerte, de Dimas Lidio Pitti, este último con fecha del 22 de diciembre de 1989, en México. La poetisa Moravia Ochoa escribe uno de los poemas más contestatarios y conmovedores: No perdono país.

Héctor Collado tiene dos poemarios: En casa de la madre (1990) y Entre mártires y poetas (2000). El poeta Manuel Orestes Nieto publica el poemario Sangre vidriada (1991), que contiene 24 poemas dedicados a narrar la invasión. Consuelo Tomás escribe Motivos generales (1992). Indira Moreno es autora del poemario Cantares de un silencio, totalmente dedicado a la invasión. Leoncio Obando publicó un oscuro texto, La voz de las tinieblas (1992). Martín Testa Garibaldo es tal vez el poeta de su generación que más ha escrito sobre el tema. Su primer libro dedicado por completo a la invasión fue Parte y novedades (1995) y luego publica Estaciones ocupadas (1998).

El género del comic también ha abordado el tema de la invasión. En 1990 sale Just Caos, aventuras del perro Buaysito en la invasión, de Heriberto Valdés, un relato satírico de los sucesos de la intervención militar yanqui. Recientemente, en el 2019, la revista Concolón sacó Duelo, la primera novela gráfica de la invasión, cuyos autores son Sol Lauría y Meere Sachani.

En teatro podemos mencionar Mi Dios está vivo, escrita por Dagoberto Chung y Anselmo Cooper. Mireya Hernández escribió Sucedió en enero y Alex Mariscal, Desaparecidos, que toca el tema de la masacre de Albrook el 3 de octubre de 1989. En montajes basados en obras tenemos el trabajo de Jaime Newball titulado Clamor de multitud, basada en la poesía. Y en el 2016, Danitza Barrerra interpretó Monólogos, basado en personajes y textos de las novelas Aviones dentro de la casa, de Carlos Fong, y Hombres enlodados, de Javier Stanziola, y poemas de Amelia Denis de Icaza y Carlos Changmarín.

La Prensa, 21 de diciembre de 2019.

Rogelio Guerra Ávila: modelo para narrar la identidad

  Rogelio Guerra Ávila La XLVI Semana de la Literatura Panameña, Rodrigo Miró Grimaldo, que organiza el Departamento y Escuela de Español de...