La cultura utilitarista está haciendo que las acciones culturales (en el caso de la literatura: los círculos de lectura, los concursos, revistas, y su enseñanza en las aulas) tengan un enfoque de mero entretenimiento y diversión. La cultura del ocio. Entonces la lectura pasa a ser como algo de pura diversión y placer (cosa que no está nada mal a simple vista); pero la lectura es algo más. Recordemos que la literatura pertenece a esa zona que Graciela Montes ha llamado la frontera indómita: es una zona donde la imaginación alimenta las cosas del espíritu; no es algo útil, en el marco de la globalización del mercado. La literatura es algo útil que opera de manera espiritual. Eso lo podemos aplicar a la vida. Lo que quise decir (para estimular la sana polémica) con la consigna: "
la literatura no sirve para nada": es que no es tarde para que nos dejemos persuadir por el derecho a la metáfora (Michele Pettit) y el poder de las palabras; aunque el capitalismo salvaje insinue que es algo de mero entretenimiento. Esta es la tesis que propuse en el Foro Nacional del Libro y la Lectura 2007 que recientemente organizamos y que ahora publico en este blog:
INSTITUTO NACIONAL DE CULTURA
FORO NACIONAL DEL LIBRO Y LA LECTURA
BIBLIOTECA ERNESTO J. CASTILLEROS
29, 30 Y 31 DE OCTUBRE DE 2007
LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA
EN LA ESCUELA SECUNDARIA
Por Carlos Fong
Me permito citar una anécdota ajena que nos ayudará a tener un soporte filosófico al abordar el tema que nos ocupa. En un artículo titulado Elogio de lo inútil, Mario Bunge narra que una vez respondió a la inevitable pregunta de un estudiante, "¿para qué sirve eso?" El filosofo y físico teórico contestó: "Para nada. ¿No le parece admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas hermosas e ideas profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre, superfluos o incluso dañinos, tales como los automóviles acorazados?”.
Aunque los escritores y los defensores de las ficciones se retuerzan del coraje, esta es la única respuesta válida para aplicarla en el momento en que alguien nos pregunte para qué sirve la literatura: no sirve para nada. Volvamos con Mario Bunge: “¿Para qué sirve saber que hay infinitos números primos, que las distancias entre las galaxias están aumentando, que los hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de Cromañón y que las cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada. ¿Qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un relato de García Márquez? La misma que las joyas, las ropas elegantes, los teoremas matemáticos o los hallazgos paleoantropológicos. O sea, ninguna”.
Ahora, si hacemos la misma pregunta en el marco del nuevo orden mundial y la ponemos al lado de conceptos como pluralismo político, educación con equidad, descentralización, democratización política, interacción internacional, integración regional, excelencia educativa, apertura comercial, educación continua, multiculturalidad, desarrollo económico, capital humano, libre competencia, desarrollo productivo; la literatura quedaría como algo verdaderamente inútil. Entonces, ¿por qué nos empeñamos algunos en ensañar literatura en la escuela?
Creo tener una respuesta que me contradice a mi mismo: la literatura nos ayuda en la vida a tener ideas más generales del mundo que nos ayudan a comprenderlo. Joseph Epstein afirma que a través de la literatura aprendemos que la vida es más sorprendente, fascinante, dramática y compleja que cualquiera de las teorías que se han empeñado en explicarla. En consecuencia: ser educado por las ficciones implica tener una apreciación variada de la vida; un concepto más sensible hacia la verdad, no absoluta, sino general. Quizás, en el mundo globalizado y homogéneo que vivimos, lo más sensato sea admitir, ante las convenciones del poder, que la literatura es menos útil frente a otras cosas; pero la complejidad del lenguaje nos da la posibilidad de un conocimiento más claro de lo humano.
No es la primera vez que afirmo, y espero que no sea la última, que se cae en un error al pensar la cultura, esa esfera a la que pertenece la literatura, como un remedio contra las enfermedades del mundo y su pobreza: la cultura no es mejor que una vacuna contra el sarampión o el dengue. Sin embargo, de alguna manera misteriosa ayuda a que nos persuadamos de que las cosas pueden ser mejores. Un concepto del hecho estético, por ejemplo, nos puede ayudar a saber qué cosas de la realidad merecen respeto y nuestro cuidado. El universo de la literatura es una región que al ser explorada estimula las ideas y provoca la rebeldía. Esta rebeldía es saludable y estimula otras ideas al mismo tiempo: ideas para mejorar, para comprender, para apreciar, para sentir, para resistir.
No vine aquí para hablar como especialista ni científico, sino como escritor; lo que me pone en desventaja con muchos de los que están presentes. Dirán ustedes: ¿Cómo puede atreverse a hablar sin ser pedagogo?, ¿cómo se atreve a dar opiniones sin ser psicólogo?, ¿cómo se atreve a hacer propuestas educativas sin ser docente? Peor aún: si investigaran mi pasado, descubrirían que no fui un estudiante modelo: fui pésimo en matemáticas, historia y español; fui sacado de la escuela diurna por intentar formar una pandilla para ir a una nocturna donde estudié electrónica, aunque jamás supe la diferencia de un diodo con un condensador. Hasta que llegó un profesor en aquella escuela nocturna y me puso en las manos un libro de cuentos de Cortázar. Si no hubiese sido por ese pequeño hecho insignificante, que no cambió nada el mundo si no solo mi vida; sería yo hoy, conociendo mi egocentrismo, un líder de una de las bandas más peligrosas del país.
Por ese pasado maravilloso y contradictorio me atrevo a decir que ni las teorías psicológicas, ni los modelos científicos pedagógicos, ni los contenidos curriculares y la evaluación, ni la metodología ni las pautas de formación saben cómo hacer para que los jóvenes tengan un acercamiento no obligatorio a la literatura de ficción. Y esto se debe a que no se sabe para qué sirve la literatura. Así como existen educadores que saben enseñar ciencias o historia, pero no saben decirles a los estudiantes para qué sirven en la vida las coordenadas cartesianas o para qué sirve conocer el periodo renacentista; así mismo hay docentes que no saben qué hacer con un cuento, una novela o un poema y por eso resuelven el problema dejando un cuestionario, un trabajo escrito o un mural colectivo. Cosas que a primera vista parecen positivas, pero que en el fondo oscurecen los valores intrínsecos en la obra, y no provocan la ilusión, el placer o la comprensión de lectura; mucho menos el principio de incertidumbre que ayuda al descubrimiento.
Obviamente me refiero a lo que Graciela Montes llama la instrumentación de la literatura para evaluar y demostrar que sirve para algo con el fin de que no desaparezca de las aulas; cosa que sería peor, desde luego. Algo parecido estamos viendo con muchos concursos y círculos de lectores en las escuelas. ¿Están mal estas iniciativas? Claro que no, pero existen peligros. Uno de ellos es que estemos, con toda la buena intensión, creando lectores pasivos. Un círculo de lectura también es un espacio para el encuentro, no como se da en la soledad, pero es un encuentro con el otro y el hecho de leer y comentar un libro puede ser maravilloso, pero si se es incapaz de cuestionar lo que leen, porque las herramientas que les han dado están basadas en una opinión preconcebida que apela a defender a la obra y no a valorarla y comprenderla, entonces es una pérdida de tiempo.
Sospecho que algo similar está sucediendo en el aula de clases. Algo que se introdujo desde afuera por los departamentos de español y llegó hasta la literatura: los concursos intercolegiales. Estos promueven el sentido de competencia y no la lectura lúdica y placentera; ni hablar de mejorar la competencia lingüística en los jóvenes. Todo queda resumido en el discurso y una especie de lectura comprensiva muy superficial, mecánica, sin placer, y subordinada a las bases del certamen que hasta elige los temas (algo similar podemos ver en la literatura oral y los concursos de oratoria que se han degradado en contenido imaginativo y creativo). Es verdad, al concluir la secundaria el alumno ha leído una buena muestra representativa del corpus literario y del cannon; tal vez haya ido a concursos de oratoria, de escritura y lectura y exhiba los trofeos en la recepción del plantel, pero lo más seguro que como lector sea incompetente.
La literatura es mucho más que un discurso comunicativo. La literatura es una forma de rebelión. Si la literatura es duda e interrogación como afirman Milán Kundera, Salman Rushi, Tomás Eloy Martínez y Carlos Fuentes, entre otros, por qué no dejar que el estudiante de hoy, que es otro rebelde, con un espíritu de autonomía despiadado, dude e interrogue el texto. Este principio de libertad puede ayudar a que la literatura sirva como motivador de discusión que provoque propuestas creativas. Si la literatura es descubrimiento, por qué no dejar que el estudiante descubra a través de su propia curiosidad. Estamos hablando de canalizar la rebeldía y la autonomía, como ha sugerido Félix Manuel Burgos. Sé que no es fácil. También para esto hay que trabajar sobre los contenidos, elaborar planes y proyectos institucionales de lectura comprensiva; organizar el currículo y el cannon literario escolar, y lo más difícil: evaluar.
La mayoría de los expertos coinciden en que no se puede evitar la evaluación; esta es importante para la valoración del aprendizaje. Pero aquí hay que tener también cuidado de no simplificar e instrumentalizar aún más la función de la literatura, sólo con el resultado de un examen escrito. Sería bueno considerar cómo era la situación del joven antes de leer un libro y para esto se puede añadir un sistema de preguntas sencillas: ¿Qué sentimientos o emociones nos provocó la obra?, ¿motivó nuestros deseos, nuestra impresión de las cosas; dejó o removió huellas interiores, ideas, preocupaciones, sensibilizó nuestra intuición y nuestros sentidos (los sueños, los recuerdos, la experiencia de vida, etc.)? ¿Cómo percibimos la realidad y el concepto de la vida al terminar la obra?
Dice Ivan Egüez que la literatura no es una asignatura sino un sinónimo de vida. Los estudiantes hoy día no quieren que los mortifiquen y castiguen con la lectura. En medio de la indiferencia y la trivialidad del mundo, ellos también muestran preocupaciones -aunque es difícil notarlo-, en cosas como el amor, la soledad, la violencia, el destino o la naturaleza. Y es aquí donde la literatura, de la mano de un buen educador, puede ayudar a que los jóvenes tengan una idea más general de las cosas de la vida. Y una obra de arte, aunque sea parte del cannon literario, llevada con pasión e ilusión, puede ayudar a mejorar la calidad de vida de los jóvenes. La violencia, la soledad y el desorden no hallarán oposiciones sensatas en la historia de la literatura, en la preceptiva literaria, en la cronología y los estudios herméticos (eso es para los estudiosos de la cultura), sino en las acciones de los personajes, en el código existencial de cada héroe, en las posibilidades de un insignificante personaje.
Cuando Juan Preciado sale camino a Comala a buscar a su padre, Pedro Páramo, se encuentra con una legión de fantasmas, él mismo es un fantasma, el narrador es un fantasma, incluso el lector es un fantasma; cuando Juan Pablo Castel está matando a María Iribarne se está matando así mismo abriendo aún más el túnel de su existencia, por eso María lo mira con dolor y humildad mientras él le hunde el cuchillo; cuando Gregorio Samsa amanece convertido en un insecto está más preocupado por su trabajo que por su insólita condición. En cada una de estas circunstancias existenciales de los personajes hay algo para que podamos construir una idea de la vida o de la muerte. Es lo que cuenta. Es como hay que descubrir en la literatura.
He leído frases de muchos escritores en torno a los atributos de la literatura que me declaro incapaz de construir una mejor o superior, como esa de Jorge Luis Borges, en contra de la lectura obligatoria que dice: la lectura es una forma de felicidad. También William Ospina, en torno a la educación y la literatura, apuesta a una revolución de la alegría, donde la educación aspire a ver la lectura como una pasión, un placer, un juego; para divertirse y aprender con deleite y sin mortificaciones. Vuelvo al inicio: Para qué sirve la literatura: para nada. Solo para habitar y llenar nuestras zonas fantasmales y obligarnos felizmente a continuar interrogando y dudando de las cosas que andan mal y que necesitan de una idea o un pensamiento bueno o hermoso.
Podría afirmar que la literatura salvó mi vida, pero esto no prueba que deba operar así en todos los espíritus descarriados. No es para lo que sirve, no es su función, no es para lo que vino. Sospecho que tiene otros fines, otras fronteras, otras constelaciones. Tal vez es eso y mucho más. Quizá por eso la literatura es una de las cosas inútiles en un mundo globalizado con más sentido que otras cosas que parecen útiles.