lunes, 30 de mayo de 2022

Las dos caras de la cultura

Es probable que nunca en la historia de la humanidad había sido tan importante entender la necesidad de retomar la relación de los humanos con la naturaleza; jamás había sido tan indispensable desarrollar destrezas para el conocimiento que nos ayuden a construir sociedades más justas y equitativas; ningún tiempo pretérito ha sido tan imprescindible para que la humanidad reconozca el valor de la solidaridad, la cooperación, la resiliencia y la empatía; nuestras  capacidades y habilidades intelectuales nunca habían jugado un papel tan decisivo en el presente para definir el destino.

Todo lo anterior podría resumirse, en una palabra: Cultura. Tal vez en toda la historia de la especie humana jamás la cultura había sido tan protagónica en un escenario universal donde las artes ayudaron a resistir la incertidumbre y la ansiedad; donde la ciencia y el conocimiento fueron decisivos para combatir el Sars-CoV-2; donde las estrategias de reorganización de una nueva normalidad produjeron una forma de convivencia nunca antes vista; donde la educación, pese a la brecha sin precedentes que afectó directamente a las poblaciones más vulnerables en todos los territorios, dejó a millones de personas sin recibir instrucción escolar y otros millones que desertaron.

Todo esto se puede enmarcar en la cultura. La cultura es un componente fundacional en la toma de decisiones de la única especie que ha sido capaz de inventar la escritura, el libro, la lectura, los rifles, las bombas y los bombarderos. La cultura es destrucción y es construcción; la cultura es fatalidad y felicidad. La cultura es Dios y el diablo, al mismo tiempo. Es el diálogo entre el infierno y el cielo.

Ha sido la misma cultura la que ha matado a millones de personas en los últimos dos años. El fracaso de la cultura podríamos decir consiste en que somos incapaces detenernos. La cultura de la destrucción y la violencia son las más dañinas; esa forma de tratar a la naturaleza desde las costumbres, creencias y tradiciones culturales que han creado una brecha entre el hombre y su mundo. Sí, es la cultura, es decir, ese conjunto de valores, pensamientos, ideas, conceptos que hacen que los humanos tengan cierto comportamiento, cierta actitud, una organización como colectivo; una raza humana que cada vez necesita consumir más, devorar más; una especie de animal pensante con una cultura egoísta que ha destruido y está destruyendo la naturaleza sin parar.

Por otra parte, paradójicamente, ha sido la cultura la que nos ha mantenido vivos. La cultura nos ha ayudado a seguir buscando otras posibles formas de convivencia que nos devuelvan la relación que existía con la naturaleza. Con la cultura hemos creado instituciones que son fundacionales en la construcción de sociedades prósperas, justas, inclusivas y democráticas. Con la cultura podemos tomar decisiones que nos salven del desastre. Hemos edificado un pensamiento y conocimientos que pueden orientarnos. Esta dualidad de la cultura, está contradicción es la que da sentido a todo lo que hacemos como seres humanos.

Escribe Carlos Julio Cuartas Chacón en un ensayo sobre Pedro Claver, que al menos existen dos formas de pensar el término cultura. Uno es cruel, casi perverso, pero tiene mucho sentido, y el otro es más cándido, casi utópico, pero ofrece esperanza. Para eso cita a Antonio Caballero que considera que  "hay muchas almas cándidas que piensan que nos mataríamos menos si hubiera más cultura. Y que haya que fomentar la educación y la cultura para que alcancemos la paz. Me parece que pensar así es tomar el rábano por las hojas. Nos matamos a causa de la cultura, como consecuencia de la cultura, y no porque esta nos haga falta»

La otra noción tiene más esperanza y se centra en la cultura como una herramienta de transformación, casi de resocialización. Cuartas Chacón cita ahora a Franco Bianchini para quien «las actividades culturales tienen una función importante en la cohesión social, para desarrollar una cultura de la paz y del respeto». Para Cuadras la palabra cultura puede apelar a escribirse con minúsculas cuando la pensamos en términos de políticas culturales, cuando se suscribe al arte, y se escribe con mayúsculas cuando intenta describir a la sociedad actual; por eso escuchamos expresiones como cultura de la violencia, cultura de la corrupción o cultura de la muerte.

Debo confesar que soy de ese bando de personas cándidas que piensa que nos mataríamos menos si tuviéramos más bibliotecas, más museos o más centros culturales. Soy de los que cree que una persona puede cambiar su calidad de vida, al menos espiritual, si tiene un encuentro más estrecho con los hechos del arte. Sin embargo, estoy convencido de que si reconocemos que la cultura es solo una representación simbólica de valores que en sí mismos no son nada, pero que adquieren sentido cuando podemos direccionar sus virtudes o defectos hacia la construcción de competencias ciudadanas. De nuestro sentido y propósito de la cultura, de la idea que tengamos de lo que realmente importa, dependerá que decidamos destruir bibliotecas o poner un rifle al alcance de un niño.


La Prensa, 28 de mayo de 2022.

sábado, 21 de mayo de 2022

Los elementos de la destrucción

En El Eclipse, el cuento de Augusto Monterroso, se narra la historia de Fray Bartolomé Arrazola quien se encuentra perdido en la selva de Guatemala.  Arrozola es atrapado por un grupo de indígenas que se disponen a sacrificarlo. Él tratará de librarse de la muerte valiéndose de su cultura universal y conocimientos astronómicos; pero, finalmente, el sacerdote indígena abrirá su pecho en la piedra de sacrificios.

El Eclipse puede tener muchas lecturas. Una de las cuales plantea el tema del choque cultural de dos civilizaciones. La civilización colonizadora ve a la otra, no como una civilización organizada con cultura, sino como a un grupo de salvajes ignorantes, bárbaros carentes de educación, por lo tanto, merecen ser colonizados.

En el relato se cita a Aristóteles, creador de la tesis de la servidumbre o inferioridad natural que fue acogida por Santo Tomas de Aquino, de allí la conocida tesis aristotélica-tomista que utilizaron los colonizadores para esclavizar y exterminar a los pueblos indígenas. En el cuento los conocimientos de Aristóteles no le sirven al personaje para salvar la vida. Los sacerdotes mayas no logran ser engañados y demuestran sus conocimientos astronómicos sin la ayuda de Aristóteles.

Frantz Fanon nos recuerda que la descolonización es siempre un fenómeno violento. Sin embargo, esa transición también es una tensión donde el conocimiento es vital para la emancipación o la conquista. Por eso el cuento termina de forma violenta y las fricciones del conocimiento representan la vida y la muerte.

El debate sobre los derechos de los indígenas se va a dar en la famosa disputa de Vallalodid protagonizada por Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. La discusión entre Sepúlveda y Las Casas, apoyada en las Crónicas de Fernando González de Oviedo, sentará las bases del derecho jurídico-político y una nueva mirada filosófica del pensamiento.

Cuatrocientos años después se dará otra polémica, esta vez entre Leopoldo Zea y Salazar Bondy sobre la autenticidad o posibilidad de un pensamiento o filosofía latinoamericana. Ha corrido mucha agua en el río. Hoy existen instituciones como las bibliotecas, donde se conserva el pensamiento y el conocimiento que permiten construir sociedades democráticas y donde se cuidan los derechos culturales, porque el conocimiento es una forma de libertad y un derecho.

¿Por qué traemos estos relatos de lucha y tensiones donde la libertad y el derecho han tenido un protagonismo relevante? Porque estamos convencidos de que en Panamá las personas desconocen sus derechos a la información y el conocimiento. Se ignora el poder que tiene el conocimiento. Se desconoce el relato de la historia de los derechos humanos.

Vayamos al punto. Cuando se descubrió que la biblioteca del Instituto Nacional había desaparecido era motivo para que la ciudadanía reclamara su derecho. Solo un grupo pequeño de personas protestó, por suerte, y la denuncia por parte de Ileana Gólcher se dio a conocer.

En nuestro país se pierden esculturas, libros, se destruye la memoria y las bibliotecas desaparecen de varias formas, porque la ciudadanía desconoce la noción de derechos culturales y su categoría de sujetos sobre esos derechos. No hay cultura de la memoria ni se valora todo lo que genera pensamiento. Existe una actitud colonizadora que pretende desvirtuar el valor de las bibliotecas y la comunidad desconoce su derecho a la información.

En nuestro país nos descolonizamos gracias a un proceso histórico donde la violencia no faltó, donde los mártires derramaron su sangre, pero aún seguimos colonizados por la ignorancia y por la indiferencia de las autoridades. Seguimos eclipsados desde una institucionalidad y una gobernabilidad que no tiene interés de despertar el amor por el pensamiento y el conocimiento.

En nuestro propio país se ha generado un pensamiento y una literatura importantes que permitieron definir categorías como nación, nacionalidad, Estado, soberanía, dependencia, colonia, identidad nacional y realidad social y el derecho. Bastaría con mencionar a Ricaurte Soler, Diego Domínguez Caballero, Humberto Ricord, Rodrigo Miró, Raúl Leis, Olmedo Beluche, Octavio Tapia, podríamos seguir. Nuestros jóvenes y niños no conocerán estos nombres y muchos otros porque están siendo borrados de la memoria colectiva.

Podemos entender que hacia los años 643-644, un musulmán egipcio llamado Amr ibn al-As le fuera encomendada la misión de destruir un museo donde estaba la biblioteca de Alejandría; podemos entender que Shih-Huang Ti, el emperador que edificó la Gran Muralla China, hiciera quemar todos los libros anteriores a él con el propósito de que la historia empezara a partir de su reino; podemos comprender que los nazis decidieran hacer hogueras con los libros que ellos odiaban; podemos imaginar por qué durante la Segunda Guerra Mundial más de 500 mil libros de la Biblioteca Estatal de Baviera ardieron; podemos entender por qué en 1993 fueron destruidas las bibliotecas por parte de las milicias nacionalistas croatas; podemos entender por qué en el 2003 las fuerzas de coalición, lideradas por los Estados Unidos,  se ensañaron con la biblioteca nacional de Irak y quemaron más de un millón de libros, entre ellos las únicas tablillas de la civilización sumeria y documentos del periodo Otomano.

Todas estas tragedias tienen un propósito por muy salvaje que parezca. Todas se pueden justificar desde la lógica del coloniaje.  Pero en Panamá, no podemos entender por qué razón se odian tanto a las bibliotecas y, aunque no las encienden en llamas, podemos pensar en una destrucción sistemática de la memoria. Algo que vamos a pagar muy caro y que tal vez ya estamos pagando desde una ciudadanía que desconoce sus derechos y sus tesoros.


La Prensa, 21 de mayo de 2022

viernes, 20 de mayo de 2022

José Franco o la muerte de la poesía


Carlos Fong

La primera vez que leí a José Franco fue gracias a Herasto Reyes, quien me dio una lista de nombres de autores nacionales y extranjeros que debía conocer para mi formación. En aquellos días, yo era un joven obrero con un deseo demente de conocer a escritores. Herasto me recitó de memoria los primeros versos de Panamá Defendida: “Entonces fue la Patria / los caminos del indio. / Los playones,/ las montuosas/ serranías atlánticas,/las salinas del mangle /y los estuarios”. Quedé petrificado con la entrada del primer canto. Le dije a Herasto que quería conocer al poeta. Me puso en contacto con él.

Para un muchacho que anda en pañales, dando sus primeros pasos en la literatura, no es una tontería que un escritor destacado lo reciba en su casa. En aquellos años, José Franco vivía en Parque Lefevre. Él mismo me abrió el portón de su casa. Entramos en un amplio estudio de ventanales grandes. Libros y más libros. Él descansaba en una hamaca; yo en una silla. Intercambiamos palabras. Hablamos de autores. Creo recordar que me preguntó sobre mis lecturas. Debí balbucear algunos nombres. Mis ojos caminaron por la biblioteca. Me gustó un libro de Francoise Perus. Me lo regaló. Dijo: “Los libros son de quienes desean leerlos”. Hoy día, uso esa frase cuando le regalo un libro a un joven.

Años después, José Franco fue el director del Instituto Nacional de Cultura. Yo sufría una crisis de esas eternas de desempleo de este país. Me atreví a visitarlo a la institución. Me recibió. Igual como me recibió aquella vez en su casa. Me atreví a pedirle trabajo. Yo venía de una clase trabajadora. Venía de apalear sorgo y maíz, de descargar camarón, de envasar agroquímicos, de estibar arroz, y ahora estaba en una institución del Estado buscando trabajo. El poeta me consiguió un contrato en el Inac.

Nunca lo podré olvidar. Entraba a trabajar el 2 de octubre de 1996. El primer día de mi nuevo trabajo falté. Al día siguiente, fui a la oficina del director. Me dijo: “Coño, poeta. Te consigo trabajo y el primer día que tienes que venir a trabajar, no vienes”. Le ofrecí disculpas y le dije: “Perdón, poeta. Es que mi papá se murió ayer”. Había pasado la noche entera al lado de mi padre hasta verlo morir, el mismo día en que empezaba a trabajar en el Inac. José Franco dijo unas palabras, casi como las que habría dicho mi propio padre para tratar de levantar a su hijo de la tristeza.

Un día me llamó a su oficina para preguntarme si yo había escrito algo en el periódico contra el gobierno.

Pablo Thalassinos era el ministro de Educación y los docentes estaban en la calle. Le dije que había escrito un artículo de opinión sobre la crisis de la educación. Me dijo que solo mantuviera la calma, que recordara que ahora era un funcionario. Que usara las palabras con sabiduría, sin dejar de ser valiente. Me lo dijo con un tono de cariño, como cuando un padre regaña a su hijo y también le da la razón. El poeta no terminó su gestión, porque tuvo fricciones con la administración de entonces.

Al poeta José Franco le debo no solo el trabajo que aún conservo; también me orientó para tener conciencia social de lo que es ser un escritor responsable. Me enseñó a ser valiente y que las palabras son más poderosas que la arrogancia de los que detentan el poder. José Franco me enseñó a ser humilde. Él era como un campesino y un intelectual. Creo que por eso logramos ser amigos.

Las motivaciones juveniles por la escritura, las inquietudes existenciales y políticas, la experiencia con la poesía, la búsqueda de una dialéctica y reflexión sobre la utilidad de la cultura y la educación, el cuidado del lenguaje y las peripecias de la escritura, son muchas de las cosas que José Franco me enseñó a través de su vida y la lectura de su obra.

Su despedida nos obliga a hacernos algunas preguntas fundamentales. La muerte del poeta, ¿representa el ocaso de la poesía o es el reconocimiento de la importancia del arte en una sociedad en crisis? ¿Muere con el poeta el sentido de la poesía y el valor de la lectura como un instrumento de humanización o es la oportunidad de ir contra la fatalidad y la frivolidad y rescatar las lecturas de nuestros autores que han defendido la patria desde distintos frentes?

Desde los sollozos anónimos de las lejanas tierras de Calobre; desde la patria sagrada de una Panamá defendida con la palabra; desde la semilla en flor y las fábulas infantiles que limpian la sangre derramada hasta la luna entre los pinos que hoy llora en su altura la partida de un gran poeta; desde este país lastimado por el olvido, te digo adiós y gracias, poeta.

A los 20 años de Redplanes

La Red Iberoamericana de Responsables de Políticas y Planes de Lectura - Redplanes, cumplió 20 años. Redplanes es una red conformada por los...