viernes, 20 de mayo de 2022

José Franco o la muerte de la poesía


Carlos Fong

La primera vez que leí a José Franco fue gracias a Herasto Reyes, quien me dio una lista de nombres de autores nacionales y extranjeros que debía conocer para mi formación. En aquellos días, yo era un joven obrero con un deseo demente de conocer a escritores. Herasto me recitó de memoria los primeros versos de Panamá Defendida: “Entonces fue la Patria / los caminos del indio. / Los playones,/ las montuosas/ serranías atlánticas,/las salinas del mangle /y los estuarios”. Quedé petrificado con la entrada del primer canto. Le dije a Herasto que quería conocer al poeta. Me puso en contacto con él.

Para un muchacho que anda en pañales, dando sus primeros pasos en la literatura, no es una tontería que un escritor destacado lo reciba en su casa. En aquellos años, José Franco vivía en Parque Lefevre. Él mismo me abrió el portón de su casa. Entramos en un amplio estudio de ventanales grandes. Libros y más libros. Él descansaba en una hamaca; yo en una silla. Intercambiamos palabras. Hablamos de autores. Creo recordar que me preguntó sobre mis lecturas. Debí balbucear algunos nombres. Mis ojos caminaron por la biblioteca. Me gustó un libro de Francoise Perus. Me lo regaló. Dijo: “Los libros son de quienes desean leerlos”. Hoy día, uso esa frase cuando le regalo un libro a un joven.

Años después, José Franco fue el director del Instituto Nacional de Cultura. Yo sufría una crisis de esas eternas de desempleo de este país. Me atreví a visitarlo a la institución. Me recibió. Igual como me recibió aquella vez en su casa. Me atreví a pedirle trabajo. Yo venía de una clase trabajadora. Venía de apalear sorgo y maíz, de descargar camarón, de envasar agroquímicos, de estibar arroz, y ahora estaba en una institución del Estado buscando trabajo. El poeta me consiguió un contrato en el Inac.

Nunca lo podré olvidar. Entraba a trabajar el 2 de octubre de 1996. El primer día de mi nuevo trabajo falté. Al día siguiente, fui a la oficina del director. Me dijo: “Coño, poeta. Te consigo trabajo y el primer día que tienes que venir a trabajar, no vienes”. Le ofrecí disculpas y le dije: “Perdón, poeta. Es que mi papá se murió ayer”. Había pasado la noche entera al lado de mi padre hasta verlo morir, el mismo día en que empezaba a trabajar en el Inac. José Franco dijo unas palabras, casi como las que habría dicho mi propio padre para tratar de levantar a su hijo de la tristeza.

Un día me llamó a su oficina para preguntarme si yo había escrito algo en el periódico contra el gobierno.

Pablo Thalassinos era el ministro de Educación y los docentes estaban en la calle. Le dije que había escrito un artículo de opinión sobre la crisis de la educación. Me dijo que solo mantuviera la calma, que recordara que ahora era un funcionario. Que usara las palabras con sabiduría, sin dejar de ser valiente. Me lo dijo con un tono de cariño, como cuando un padre regaña a su hijo y también le da la razón. El poeta no terminó su gestión, porque tuvo fricciones con la administración de entonces.

Al poeta José Franco le debo no solo el trabajo que aún conservo; también me orientó para tener conciencia social de lo que es ser un escritor responsable. Me enseñó a ser valiente y que las palabras son más poderosas que la arrogancia de los que detentan el poder. José Franco me enseñó a ser humilde. Él era como un campesino y un intelectual. Creo que por eso logramos ser amigos.

Las motivaciones juveniles por la escritura, las inquietudes existenciales y políticas, la experiencia con la poesía, la búsqueda de una dialéctica y reflexión sobre la utilidad de la cultura y la educación, el cuidado del lenguaje y las peripecias de la escritura, son muchas de las cosas que José Franco me enseñó a través de su vida y la lectura de su obra.

Su despedida nos obliga a hacernos algunas preguntas fundamentales. La muerte del poeta, ¿representa el ocaso de la poesía o es el reconocimiento de la importancia del arte en una sociedad en crisis? ¿Muere con el poeta el sentido de la poesía y el valor de la lectura como un instrumento de humanización o es la oportunidad de ir contra la fatalidad y la frivolidad y rescatar las lecturas de nuestros autores que han defendido la patria desde distintos frentes?

Desde los sollozos anónimos de las lejanas tierras de Calobre; desde la patria sagrada de una Panamá defendida con la palabra; desde la semilla en flor y las fábulas infantiles que limpian la sangre derramada hasta la luna entre los pinos que hoy llora en su altura la partida de un gran poeta; desde este país lastimado por el olvido, te digo adiós y gracias, poeta.

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