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Hay una frase que el presidente Laurentino Cortizo Cohen
reitera en muchos de sus discursos: “Este es un gran país”. Es cierto. Es un
gran país desde muchos puntos de vista: desde la economía, por ejemplo (somos
el segundo país más competitivo de América Latina y el primero en
Centroamérica, y tenemos las tasas de crecimiento económico más altas de la
región, según los informes), hasta la cultura (somos un país con una
multiculturalidad admirable, que posibilita el desarrollo cultural en todas las
esferas).
Este “gran país” se enfrenta a grandes retos, como el
rescate de la institucionalidad, la lucha contra la corrupción y una burocracia
absurda e inoperante; la inseguridad y prevención del delito; la educación y
salud de calidad; el desarrollo de la ciencia, la investigación y la cultura;
la innovación y el talento emprendedor, y la lucha contra la especulación de
los medicamentos y la vivienda, que hacen que la calidad de vida sea un sueño.
En nuestra opinión, en medio de estas tensiones y desafíos,
lo que hace que seamos un “gran país” es nuestra gente. Esa gente es la que
hace posible que la economía funcione y tengamos una riqueza cultural. Y esa
población tiene un alto porcentaje compuesto de niños y jóvenes, que en la
actualidad viven en un país con muchas amenazas que ponen en peligro su
destino.
En este “gran país” la situación de los derechos de la niñez
y la adolescencia (según estudios recientes de Unesco) no es algo de lo que
podemos sentirnos orgullosos. Los niños y jóvenes están cruzados por muchas
tensiones y viven entre distintas brechas que amenazan su futuro.
El análisis de estas brechas, según la Unesco, nos recuerda
los cuatro países que Pedro Rivera nos reveló en una memorable conferencia: un
país transitista, un país agrario, un país marginal y un país excluido. En
estas cuatro imágenes de país hay una lectura de un solo país abandonado,
olvidado, saqueado, descuidado; un país con muchas víctimas, entre las cuales
son los niños y los jóvenes los más vulnerables.
Entre las principales brechas está la falta de información
representativa que permita tener políticas públicas que garanticen el derecho a
la vida, el crecimiento y el desarrollo de los niños y adolescentes en Panamá;
una brecha territorial que es evidencia de una asimetría entre el área rural y
la urbana; una brecha de género, el alto índice de mujeres adolescentes
embarazadas repercute negativamente sobre el derecho a la salud y al desarrollo
integral y perpetúa la pobreza; brechas socioeducativas y socioeconómicas, la
falta de una educación de calidad y el débil apoyo de la empresa privada no
favorecen a la niñez y la juventud y empobrecen su entorno; brechas en la
prestación del servicio, el informe de la Unesco dice que faltan especialistas
médicos, profesionales de salud mental y promotores de salud comunitaria.
Quiero añadir la falta de promotores culturales y equipamientos culturales.
En conclusión, la oferta de diversos servicios de desarrollo
para la niñez y la juventud es precaria en Panamá, para ser un país que presume
ser el más desarrollado de la región. Los desafíos para garantizar los derechos
de los niños y jóvenes están muy claros en la investigación de la Unesco. ¿Qué
hace falta? Como siempre: voluntad política y una integración sincera del
sector público y privado para trabajar articuladamente por nuestros niños y
jóvenes, que ya se ha dicho, no son el futuro de la nación: son su presente.
No es gratuito que los jóvenes sean los que están saliendo a
la calle a luchar por sus derechos; derechos que son de todos. Las identidades
juveniles son una bomba de tiempo. Desencantados e indignados, no se van a
quedar con los brazos cruzados mirando como este “gran país”, que lo es, es
también un espejismo. No somos un oasis, no somos una tacita de oro, no somos
el país más feliz de la región, porque mientras la mayoría de nuestros niños y
jóvenes estén sufriendo, habrá una verdad que maquillar.
La Prensa, 28 de diciembre de 2019.
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