A mi padre Jaime Enrique Fong
Medida,
a Gustavo Sellhorns, a Herasto
Reyes, a Federico Humbert y a Julio Cortázar.
Me permito citar una anécdota ajena que me ayudará a
tener un soporte filosófico al abordar el tema que nos ocupa. En un artículo
titulado Elogio de lo inútil, Mario Bunge narra que una vez respondió a
la inevitable pregunta de un estudiante en el marco de una conferencia sobre
filosofía: "¿para qué sirve
eso?". El filosofo y físico teórico argentino
contestó: "Para nada. ¿No le parece
admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas hermosas e ideas
profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre, superfluos o incluso
dañinos, tales como los automóviles acorazados?”
Aunque
los escritores y los defensores de la literatura se retuerzan del coraje, esta
podría ser la respuesta válida para aplicarla en el momento en que alguien nos
pregunte para qué sirve la literatura, para qué leer cuentos, es decir, ficciones:
No sirve para nada. Volvamos con
Mario Bunge: “¿Para qué sirve saber que
hay infinitos números primos, que las distancias entre las galaxias están
aumentando, que los hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de
Cromañón y que las cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada.
¿Qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un
relato de García Márquez? La misma
que las joyas, las ropas elegantes, los teoremas matemáticos o los hallazgos
paleoantropológicos. O sea, ninguna”.
Ahora,
si repensamos la misma pregunta en el marco de la configuración hegemónica del nuevo orden mundial y la ponemos
al lado de conceptos como pluralismo político, educación con equidad,
descentralización, democratización política, interacción internacional,
integración regional, excelencia educativa, apertura comercial, educación
continua, multiculturalidad, diversidad cultural, desarrollo económico, capital
humano, libre competencia, desarrollo productivo; la literatura quedaría como
algo verdaderamente inútil, algo que estorba. Entonces, ¿por qué nos empeñamos
en ensañar literatura en la escuela?, ¿para qué leer cosas aparentemente
inútiles?
Creo
tener una respuesta que me contradice al mismo tiempo: la literatura nos sirve
en la vida para tener ideas más generales del mundo que nos ayudan a
comprenderlo y darle sentido. En cierta forma eso me hace sentir feliz y mejor
humano. Joseph Epstein afirma que a través de la literatura aprendemos que la
vida es más sorprendente, fascinante, dramática y compleja que cualquiera de
las teorías que se han empeñado en explicarla.
Es decir: la vida tiene sentido y significado. En consecuencia: ser
educado por las ficciones implica tener una apreciación variada de la vida; un
sentido más sensible hacia la verdad, no absoluta, sino general. Quizás, en el
mundo globalizado y homogéneo que vivimos, lo más sensato sea admitir, ante las
convenciones del poder, que la literatura es menos útil frente a otras cosas;
pero la complejidad del lenguaje nos da la posibilidad de un conocimiento más
claro de todas las esferas que tienen que ver con el ser humano.
No es la primera vez que afirmo, y espero que
no sea la última, que se cae en un error al pensar la cultura, esa esfera a la
que pertenece la literatura, como el remedio contra las enfermedades del mundo
y su pobreza: la cultura no es mejor que una vacuna contra el sarampión o el
dengue. Sin embargo, de alguna manera misteriosa ayuda a que nos persuadamos de
que las cosas pueden ser mejores. Un concepto del hecho estético, por ejemplo,
nos puede ayudar a saber qué cosas de la realidad merecen respeto y nuestro
cuidado. El universo de la literatura es una región que al ser explorada
estimula las ideas y provoca la rebeldía y la creatividad. Esta rebeldía es
saludable y estimula otras ideas al mismo tiempo: ideas para mejorar, para
cambiar, para comprender, para apreciar, para sentir, para resistir desde la
creatividad. Una idea creativa puede hacer que nuestra percepción de la política
sea más acorde con la noción de ciudadanía. Quisiera afirmar que la lectura nos
ayuda a ser mejores humanos, pero no mejores personas. Voy a explicarme mejor.
Voy a decir algo
que es una antítesis: No hay garantía alguna de que las personas que lean sean
mejores. Es posible que un indígena o campesino analfabeta sea mejor persona
que un sujeto que presume de tener muchos libros. Hay gente que no lee pero
tienen una noción de la nobleza y la humildad admirables, al contrario de gente
que he conocido que tienen mucha cultura a través de la lectura, pero son malas
personas. Recordemos que hay referentes
históricos de personas muy cultas que tenían como pasatiempo torturar a su
prójimo. Matar niños, mujeres, jóvenes y ancianos ha sido el divertimiento de algunos sujetos
que eran buenos lectores. Genocidios
históricos se han ejecutado por civilizaciones muy cultas. Aún así, creo que la lectura nos hace mejores
humanos. Voy a usar una figura: una persona que no lee, es como una persona que
no está vacunada y corre más riesgos de enfermarse de ciertos males de la
sociedad. Es decir, una persona que no lee es más vulnerable a los vicios y
peligros porque es más fácil de dominar; una persona que lee puede defenderse
mejor, hasta de sí mismo. Una persona que lee es menos fácil de someter y sabrá
tomar decisiones. Aquí es donde el complejo espíritu del ser humano aparece:
hay decisiones buenas y malas. El libro es solo un mediador: tú elijes siempre al
final el camino. El hombre no es bueno por naturaleza; lea menos, lea más, no
es lo que lo hace mejor; sólo humano.
No
vine aquí para hablar como especialista ni científico, sino como lector; lo que
me pone en desventaja con muchos de los que están presentes. Dirán ustedes:
¿Cómo puede atreverse a hablar sin ser especialista?, ¿cómo se atreve a dar
opiniones sin ser psicólogo?, ¿cómo se atreve a hacer propuestas educativas sin
ser pedagogo? Peor aún: si investigaran mis antecedentes que se remontan a La
Chorrera de los 80, descubrirán que no fui un estudiante modelo: fui pésimo en
matemáticas, historia y español, en realidad en todas las demás asignaturas;
fui retirado de la escuela por intentar formar una pandilla que hacía
graffittis en las paredes del plantel, es muy probable que haya sido uno de los
elementos fundacionales del pandillerismo organizado en Panamá. De esta forma
fui expulsado, prácticamente, cuando en una reunión el subdirector de la
escuela Pedro Pablo Sánchez, en ese entonces mi buen recordado profesor
Villalobos, le dijo a mi padre que yo no quería estudiar y que era mejor que me
sacara de esa escuela diurna para una nocturna. Acababa de ser sorprendido
haciendo un graffitti en el baño de niñas y acababa de repetir por tercera vez el
tercer año.
Para
mi fortuna existía la escuela nocturna del IPTCH de La Chorrera, donde me inscribió
mi padre con fuertes amenazas. Como todo buen padre, el mío quería que fuera
alguien en la vida. Por eso allí me gradué de tapicero, y aunque este era un humilde
y hermoso oficio, yo nunca pude pegar una tachuela; pero me gradué de tapicero.
Luego estudié electrónica. Mi mayor logro fue que un condensador de silicio me
explotara en la cara; al final, también me darían un diploma que me
especializaba en electrónica.
En esa época
ocurrió que llegó un profesor de español a aquella escuela nocturna y se empeñó
en hacer con nosotros cosas como obras de teatro y lecturas de cuentos.
Logramos hacer una obra de teatro, con mucho esfuerzo desde luego. Todos éramos
mecánicos con las manos embarradas de grasa. Recuerdo que la obra era la
dramatización del famoso poema llamado El
brinde del bohemio del Indo Duarte.
Me tocó el papel principal del bohemio, porque tenía cierto liderazgo y
habilidad para la poesía. Me gané el papel y la noche de estreno compramos agua
ardiente de verdad y brindamos como bohemios de verdad en una obra de teatro
donde estaba toda, o casi toda, la escuela mirándonos. Todo salió bien, por
suerte.
Un día este
profesor nos puso a leer los cuentos de Julio Cortázar. Recuerdo que nos
reventamos las cabezas analizando Las armas secretas, no entendíamos
nada, pero a mí me gustó leer algo distinto y le pedí al profesor más. Me puso
en las manos un libro enorme de Julio Cortázar. Esa misma noche, a finales de
la década de los 80, estaba sentado en
una alcantarilla con dos “pasieros”, más terribles que yo, fumábamos marihuana,
mientras planeábamos meternos a una casa para robar. Yo nunca había hecho algo
parecido (una vez le robé un palo de naranja a un vecino y lo sembré en mi
casa, fue todo). Esa noche la imagen de mi padre me cruzó la cabeza y esa frase
de él: “tienes que ser alguien en la vida”.
Tomé una decisión: me fui a leer la Rayuela
de Julio Cortázar que me había prestado el profesor. Alucinando aún con el humo
en la cabeza leí casi toda la noche. Creo
que es justo decir el nombre del profesor: Gustavo Sellhorn. Aquel profesor me prestó una novela de un
señor argentino. Yo no entendía nada, pero me parecía fascinante que se pudiera
escribir así. Yo quería ser escritor. Años después, cuando mi padre agonizaba
en su lecho de muerte en un hospital, se lo dije bajito al oído: Ya soy alguien, papá. El murió una noche
de octubre de 1996, y yo era un articulista de uno de los periódicos más
prestigiosos de Panamá, La Prensa,
donde escribía semanalmente un artículo sobre arte y cultura; y mi padre lo
sabía. También sabía, aunque no iba a vivir para verme, que al día siguiente empezaba
un contrato para trabajar en el Instituto
Nacional de Cultura, donde aún trabajo. Mi padre podía descansar en paz.
Este pequeño
hecho insignificante no cambió la maldad que opera en el mundo; no frenó el
pandillerismo que nació con la post-invasión; no detuvo la violencia urbana que
nublará al país a partir de los 90,
solamente cambió la vida de un joven que descubrió que había una elección.
Porque la literatura te enseña a elegir. Conociendo mi capacidad de liderazgo,
sé que sin duda hubiera sido un líder de una banda de delincuentes o quién sabe
qué. Decidí, a cambio, al mismo tiempo que era un obrero, participar en colectivos
de escritores y fundar asociaciones culturales juveniles. Comenzando la década
de los 90 el INAC organizó una serie
de acciones donde fui invitado, incluyendo el Primer Encuentro de Escritores Jóvenes, donde conocí a muchos
colegas. De día estaba trabajando como un obrero y de noche iba a los recitales
de cuentos y poesía que organizaba el Departamento
de Letras del INAC. Fue en uno
de esos recitales donde conocí al periodista Herasto Reyes quien leyó mis
manuscritos y me abrió las puertas del diario La Prensa. Herasto Reyes estaba fascinado con la idea de que un obrero escribía cuentos y leía a Julio
Cortázar. Fue él quien me regaló mi primera máquina de escribir electrónica.
Años después, Herasto también moriría y yo no estuve allí como con mi padre,
pero ya era un escritor con un futuro que aún sigo construyendo.
Epistemológicamente yo soy un obrero. Al inicio de los 90, fui ayudante en la
construcción, fui estibador, apaleé sorgo y soya en los silos de Fidanque,
cargué harina de pescado y trabajé en los muelles de Vacamonte descargando
camarón, incluso, trabajé en una envasadora de agroquímicos. Pero era un obrero
extraño. Leía mis cuentos y poemas a los
compañeros en los muelles. Algunos de ellos se convertirían en personajes de
mis cuentos más tarde. Les hablaba de un tal Kafka y un tal Cortázar.
Un día Federico Humbert
(sí, ese mismo que hoy aspira a ser Contralor de la Nación) que en aquel tiempo era mi
jefe y dueño de una de las empresas camaroneras más prósperas en Vacamonte, me llamó a
su oficina para decirme que se me había acabado el contrato y que no me iba a
renovar otro. Le pregunté por qué y me contestó que ese no era lugar
para una persona como yo y me animó a seguir estudiando. Al principio pensé que
se cuidaba de que un obrero socialista fuera a organizar un sindicato o algo
así, eso de leerles poemas a los obreros no era muy saludable para el negocio.
Pero luego entendí que me hacía un favor. Gracias a ese fin de labores me
inscribí en la Universidad de Panamá
y estudié en la Facultad de Humanidades
Español; quería estar lo más cerca de la literatura.
Yo tenía un sueño que fue un reto, un desafío:
ser un escritor. Gracias a la ayuda de un buen padre que insistió en mi educación
y por la culpa de cuatro señores, Gustavo Sellhorn, Julio Cortázar, Herasto
Reyes y Federico Humbert, que no sé si culpar ahora, porque por culpa de ellos
estoy ahora aquí. Soy un escritor sufrido, porque para poder aprender a
escribir, hay que saber sufrir, como decía José Martí. No hay de otra.
Misteriosamente, ese sufrimiento es mi felicidad, mi razón de ser. No puedo
vivir sin escribir y leer. No creo ser un escritor realizado aún. Aún no he
escrito algo que valga la pena. Algo que, como decía Pavece, me deje como un
fusil disparado. Mi obra se escribe lentamente y creo que soy más un lector y
un animador de lectura, incluso un cuenta cuentos. Creo que soy más un
mensajero de la extraña misión de los libros.
Curiosamente
el pasado más oscuro de mi vida lo considero el mejor. Por ese pasado,
maravilloso y contradictorio, me atrevo a decir que mi vida cambió a través de
la lectura. No sé qué respuesta tendrá la psicología para esto, pero yo tengo
una: la lectura sirve para darle sentido a la vida. Ni los modelos científicos
pedagógicos, ni los contenidos curriculares, ni la metodología ni las pautas de
formación saben cómo hacer esto. A lo sumo, podrían ayudar a que los jóvenes
tuvieran un encuentro y acercamiento, no obligatorio, a la literatura. Creo que
toda esta historia me da licencia para dar algunas sugerencias a las
autoridades educativas de cómo podemos hacer que la literatura y la lectura
tengan un sentido en la vida escolar, porque si conmigo, que era un rebelde sin
causa, cambió algo, es muy seguro que lo haga con los jóvenes de hoy.
El título de este
trabajo alude a que la lectura o la literatura no sirven en un mundo tan
complejo como el de hoy. Ya se habrán dado cuenta que es una imagen, una
metáfora para decir otra cosa. Que la lectura y la literatura nunca servirán
para nada si educamos para no encontrar sentido a la vida. Así como existen
educadores que saben enseñar ciencias o historia, pero les es difícil decirles
a los estudiantes para qué sirven en la vida las coordenadas cartesianas o para
qué sirve conocer el año en que nos independizamos de España; así mismo hay
docentes que no saben para qué sirve la lectura de un cuento, una novela o un
poema y por eso resuelven el problema dejando un cuestionario, un álbum o un
mural que permitan poner una nota. Cosas que a primera vista parecen positivas,
pero que en el fondo oscurecen el sentido intrínseco de la literatura, y no
provocan la ilusión, el placer o la comprensión de lectura; mucho menos el
principio de incertidumbre que ayuda al descubrimiento de algo.
El maestro
debería, a través de la lectura, descubrir los apetitos y preocupaciones de los
estudiantes; debería mirar constantemente hacia un objetivo aunque parezca
imposible: la perfección humana. Dice Allan Bloom: “No existe educación auténtica que no responda a una necesidad sentida”.
Las necesidades de la naturaleza de los chicos pueden ser exploradas a través
de la experiencia cultural. Yo tuve una experiencia cultural con la literatura
y con la naturaleza de mi experiencia de vida. La puedo contar ahora. Las
preocupaciones permanentes de la humanidad son las mismas de los estudiantes y
la lectura puede ayudar a canalizarlas, no para criticarlas, sino para hacerlas
experiencias de vida.
Todo
esto nos lleva a lo que Graciela Montes ha llamado acertadamente la instrumentación de la literatura para
evaluar y demostrar que ésta sirve para algo con el fin de que no desaparezca
de las aulas; cosa que sería peor, desde luego. Algo parecido estamos viendo
con muchos concursos en las escuelas. ¿Están mal estas iniciativas? Claro que
no, pero existen riesgos cuando son demasiados. Uno de esos riesgos es que
estemos, con toda la buena intensión, no sólo condicionando la lectura, sino creando
lectores pasivos a través de la instrumentalización
de la literatura.
Ya
no estamos leyendo y escribiendo por placer o descubrimiento, sino para ganar.
Los concursos promueven el sentido de competencia y no el sentido de la lectura
inteligente y creativa; mucho menos mejoran la competencia lingüística en los
jóvenes. La noción de competencia está sustituyendo la noción de cooperación.
La noción de ganador está sustituyendo a la de creador. Lo importante no es
construir y crear, sino ganar. Hay que tener cuidado. Aún estamos a tiempo. Por
suerte en este país se está a tiempo aún para todo. Pero el tiempo no es
misericordioso. No estamos en contra de los concursos de manera total, pero sí
recomendamos que se evalúen, no los resultados, si no las experiencias. Que se
mida, sí, pero no cantidades asombrosas, sino experiencias de cambio.
Si de verdad no
queremos que todo quede resumido en el discurso vacío y en la lectura superficial, mecánica, sin placer,
y subordinada a las bases -algo similar podemos ver en la literatura oral y los
concursos de oratoria que se han degradado en contenido imaginativo y
creativo-, entonces es mejor que nos sinceremos y busquemos mejorar los
proyectos áulicos e institucionales. Porque, es verdad, al concluir la secundaria
algunos alumnos habrán tenido una experiencia emocionante a través de los
concursos. Tal vez habrán ido a concursos de oratoria, de escritura y lectura,
y exhibirán los trofeos en la recepción de su plantel, pero no estoy muy seguro
de que la gran mayoría haya tenido una experiencia real con la cultura.
La literatura es mucho más que un discurso
comunicativo. La literatura es una forma de rebelión. Si la literatura es duda
e interrogación como afirman Milán Kundera, Salman Rushi, Tomás Eloy Martínez y
Carlos Fuentes, entre otros, por qué no
dejar que el estudiante de hoy, que es otro rebelde, con un espíritu de
autonomía despiadado, dude e interrogue el texto. Este principio de libertad
puede ayudar a que la literatura sirva como motivador de discusión que provoque
propuestas creativas. Si la literatura es descubrimiento, por qué no dejar que
el estudiante descubra a través de su propia curiosidad. Estamos hablando de
canalizar la rebeldía y la autonomía, como ha sugerido Félix Manuel Burgos. Sé
que no es fácil. También para esto hay que trabajar sobre los contenidos,
elaborar planes y proyectos institucionales de lectura comprensiva; organizar
el currículo y el cannon literario escolar,
y lo más difícil: medir y evaluar. Hay que tener claro qué se quiere
medir y evaluar.
La
mayoría de los expertos coinciden en que no se puede evitar la evaluación; esta
es importante para la valoración del aprendizaje. Pero aquí hay que tener
también cuidado de no simplificar e instrumentalizar aún más la función de la
literatura, sólo con el resultado de un examen escrito. Sería bueno considerar
cómo era la situación del joven antes de leer un libro. Cuál es su visión del
mundo después de la lectura. Qué sentido tiene la realidad después de leer
determinado texto. Para esto se puede añadir un sistema de preguntas sencillas:
¿Qué sentimientos o emociones nos provocó la obra?, ¿motivó nuestros deseos,
nuestra impresión de las cosas; dejó o removió huellas interiores, ideas,
preocupaciones, sensibilizó nuestra intuición y nuestros sentidos (los sueños,
los recuerdos, la experiencia de vida, etc.)? ¿Cómo percibimos la realidad y el
concepto de la vida al terminar la obra? ¿Cómo nos conectó con la cultura?
Dice
Ivan Egüez que la literatura no es una asignatura sino un sinónimo de vida. Los
estudiantes hoy día no quieren que los mortifiquen y castiguen con la lectura.
En medio de la indiferencia y la trivialidad del mundo, ellos también muestran
preocupaciones -aunque es difícil notarlo-, en cosas como el amor, la soledad,
la violencia, el destino o la naturaleza. Y es aquí donde la literatura, de la
mano de un buen educador, puede ayudar a que los jóvenes tengan una idea más
general de las cosas de la vida. Y una obra de arte, aunque sea parte del
cannon literario, llevada con pasión e ilusión, puede ayudar a mejorar la
calidad de vida de los jóvenes. La violencia, la soledad y el desorden no
hallarán oposiciones sensatas en la historia de la literatura, en la preceptiva
literaria, en la cronología y los estudios herméticos (eso es para los
estudiosos de la cultura), sino en las acciones de los personajes, en el código
existencial de cada héroe, en las posibilidades de un insignificante personaje.
Entonces, estamos apelando a una nueva forma de enseñar la literatura sin necesidad
de memorizar situaciones y descripciones, sin necesidad de llenar espacios o
contestar cierto y falso. La literatura se vive y es una experiencia con la
vida y la búsqueda de sentidos, de significados que a lo último son una
experiencia con la verdad, la verdad desde nuestra experiencia íntima con el
autor.
Cuando
Juan Preciado sale camino a Comala a buscar a su padre, Pedro Páramo, se
encuentra con una legión de fantasmas, él mismo es un fantasma, el narrador es
un fantasma, incluso el lector es un fantasma; cuando Juan Pablo Castel está
matando a María Iribarne se está matando así mismo abriendo aún más el túnel de
su existencia, por eso María lo mira con dolor y humildad mientras él le hunde
el cuchillo; cuando Gregorio Samsa amanece convertido en un insecto está más
preocupado por su trabajo que por su insólita condición. En cada una de estas
circunstancias existenciales de los personajes hay algo para que podamos
construir una idea de la vida o de la muerte. Es lo que cuenta. Es como hay que
descubrir en la literatura el sentido de la lectura.
He
leído frases de muchos escritores en torno a los atributos de la literatura que
me declaro incapaz de construir una mejor o superior, como esa de Jorge Luis
Borges, en contra de la lectura obligatoria que dice: la lectura es una forma de felicidad. También William Ospina, en
torno a la educación y la literatura, apuesta a una revolución de la alegría, donde la educación aspire a ver la
lectura como una pasión, un placer, un juego; para divertirse y aprender con
deleite y sin mortificaciones. Vuelvo al inicio: Para qué sirve la lectura:
para nada. Solo para habitar y llenar nuestras zonas fantasmales y obligarnos
felizmente a continuar interrogando y dudando de las cosas que andan mal y que
necesitan de una idea o un pensamiento bueno o hermoso.
Yo
sigo siendo un espíritu irreverente, un obrero, un escritor, y un cuenta
cuentos que provoca rebeldías, un anárquico cristiano socialista que cree en la
libertad. Pero puedo afirmar que la literatura salvó mi vida, aunque esto no
prueba que deba operar así en todos los espíritus descarriados. No es para lo
que sirve, no es su función, no es para lo que vino. Sospecho que tiene otros
fines, otras fronteras, otros misterios, otras constelaciones. Tal vez es eso y
mucho más. Quizá por eso la literatura es una de las cosas inútiles en un mundo globalizado con más sentido que otras cosas
que parecen útiles.
Mis dos certificados que me acreditan como tapicero
y perito en electrónica.
Mi primer articulo publicado en La Prensa el jueves 11 de octubre de 1990 en la sección Revista, página 4B. |
El equipo de colaboradores de La Prensa en la década del 90. En la foto se puede apreciar a Herasto Reyes, quien me ayudó a ser articulista en el periódico. |
Los 90 fue una época muy prolífica para el sector de los escritores.
Se realizaron importantes encuentros de escritores tanto en la ciudad como en el interior que fueron decisivos en mi carrera.
* El título
original de esta comunicación fue: La enseñanza de la literatura en la
escuela secundaria. Me pareció
después muy parco y su contenido muy pobre para lo que perseguía. Le he añadido
algunas cosas muy personales. Creo que un autor tiene derecho a reeditar su
obra, aún así, también creo que debo ofrecer disculpas a los lectores por el
cambio. El trabajo lo leí en el Primer
Foro Nacional el Libro y la Lectura celebrado el 29, 30 y 31 de octubre de
2007 y organizado por el Instituto
Nacional de Cultura en la Biblioteca
J. Ernesto Castillero Reyes.
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