lunes, 10 de noviembre de 2014

La lectura no sirve para nada*


A mi padre Jaime Enrique Fong Medida,
a Gustavo Sellhorns, a Herasto Reyes, a Federico Humbert y a Julio Cortázar.

            Me permito citar una anécdota ajena que me ayudará a tener un soporte filosófico al abordar el tema que nos ocupa. En un artículo titulado Elogio de lo inútil, Mario Bunge narra que una vez respondió a la inevitable pregunta de un estudiante en el marco de una conferencia sobre filosofía: "¿para qué sirve eso?".  El filosofo y físico teórico argentino contestó: "Para nada. ¿No le parece admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas hermosas e ideas profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre, superfluos o incluso dañinos, tales como los automóviles acorazados?”


            Aunque los escritores y los defensores de la literatura se retuerzan del coraje, esta podría ser la respuesta válida para aplicarla en el momento en que alguien nos pregunte para qué sirve la literatura, para qué leer cuentos, es decir, ficciones: No sirve para nada. Volvamos con Mario Bunge: “¿Para qué sirve saber que hay infinitos números primos, que las distancias entre las galaxias están aumentando, que los hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de Cromañón y que las cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada. ¿Qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un relato de García Márquez? La misma que las joyas, las ropas elegantes, los teoremas matemáticos o los hallazgos paleoantropológicos. O sea, ninguna”.

            Ahora, si repensamos la misma pregunta en el marco de la configuración hegemónica del nuevo orden mundial y la ponemos al lado de conceptos como pluralismo político, educación con equidad, descentralización, democratización política, interacción internacional, integración regional, excelencia educativa, apertura comercial, educación continua, multiculturalidad, diversidad cultural, desarrollo económico, capital humano, libre competencia, desarrollo productivo; la literatura quedaría como algo verdaderamente inútil, algo que estorba. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en ensañar literatura en la escuela?, ¿para qué leer cosas aparentemente inútiles?

            Creo tener una respuesta que me contradice al mismo tiempo: la literatura nos sirve en la vida para tener ideas más generales del mundo que nos ayudan a comprenderlo y darle sentido. En cierta forma eso me hace sentir feliz y mejor humano. Joseph Epstein afirma que a través de la literatura aprendemos que la vida es más sorprendente, fascinante, dramática y compleja que cualquiera de las teorías que se han empeñado en explicarla.  Es decir: la vida tiene sentido y significado. En consecuencia: ser educado por las ficciones implica tener una apreciación variada de la vida; un sentido más sensible hacia la verdad, no absoluta, sino general. Quizás, en el mundo globalizado y homogéneo que vivimos, lo más sensato sea admitir, ante las convenciones del poder, que la literatura es menos útil frente a otras cosas; pero la complejidad del lenguaje nos da la posibilidad de un conocimiento más claro de todas las esferas que tienen que ver con el ser humano.

             No es la primera vez que afirmo, y espero que no sea la última, que se cae en un error al pensar la cultura, esa esfera a la que pertenece la literatura, como el remedio contra las enfermedades del mundo y su pobreza: la cultura no es mejor que una vacuna contra el sarampión o el dengue. Sin embargo, de alguna manera misteriosa ayuda a que nos persuadamos de que las cosas pueden ser mejores. Un concepto del hecho estético, por ejemplo, nos puede ayudar a saber qué cosas de la realidad merecen respeto y nuestro cuidado. El universo de la literatura es una región que al ser explorada estimula las ideas y provoca la rebeldía y la creatividad. Esta rebeldía es saludable y estimula otras ideas al mismo tiempo: ideas para mejorar, para cambiar, para comprender, para apreciar, para sentir, para resistir desde la creatividad. Una idea creativa puede hacer que nuestra percepción de la política sea más acorde con la noción de ciudadanía. Quisiera afirmar que la lectura nos ayuda a ser mejores humanos, pero no mejores personas. Voy a explicarme mejor.

Voy a decir algo que es una antítesis: No hay garantía alguna de que las personas que lean sean mejores. Es posible que un indígena o campesino analfabeta sea mejor persona que un sujeto que presume de tener muchos libros. Hay gente que no lee pero tienen una noción de la nobleza y la humildad admirables, al contrario de gente que he conocido que tienen mucha cultura a través de la lectura, pero son malas personas. Recordemos que hay referentes históricos de personas muy cultas que tenían como pasatiempo torturar a su prójimo. Matar niños, mujeres, jóvenes y ancianos ha sido el divertimiento de algunos sujetos que eran buenos lectores.  Genocidios históricos se han ejecutado por civilizaciones muy cultas.  Aún así, creo que la lectura nos hace mejores humanos. Voy a usar una figura: una persona que no lee, es como una persona que no está vacunada y corre más riesgos de enfermarse de ciertos males de la sociedad. Es decir, una persona que no lee es más vulnerable a los vicios y peligros porque es más fácil de dominar; una persona que lee puede defenderse mejor, hasta de sí mismo. Una persona que lee es menos fácil de someter y sabrá tomar decisiones. Aquí es donde el complejo espíritu del ser humano aparece: hay decisiones buenas y malas. El libro es solo un mediador: tú elijes siempre al final el camino. El hombre no es bueno por naturaleza; lea menos, lea más, no es lo que lo hace mejor; sólo humano.  

            No vine aquí para hablar como especialista ni científico, sino como lector; lo que me pone en desventaja con muchos de los que están presentes. Dirán ustedes: ¿Cómo puede atreverse a hablar sin ser especialista?, ¿cómo se atreve a dar opiniones sin ser psicólogo?, ¿cómo se atreve a hacer propuestas educativas sin ser pedagogo? Peor aún: si investigaran mis antecedentes que se remontan a La Chorrera de los 80, descubrirán que no fui un estudiante modelo: fui pésimo en matemáticas, historia y español, en realidad en todas las demás asignaturas; fui retirado de la escuela por intentar formar una pandilla que hacía graffittis en las paredes del plantel, es muy probable que haya sido uno de los elementos fundacionales del pandillerismo organizado en Panamá. De esta forma fui expulsado, prácticamente, cuando en una reunión el subdirector de la escuela Pedro Pablo Sánchez, en ese entonces mi buen recordado profesor Villalobos, le dijo a mi padre que yo no quería estudiar y que era mejor que me sacara de esa escuela diurna para una nocturna. Acababa de ser sorprendido haciendo un graffitti en el baño de niñas y acababa de repetir por tercera vez el tercer año.

            Para mi fortuna existía la escuela nocturna del IPTCH de La Chorrera, donde me inscribió mi padre con fuertes amenazas. Como todo buen padre, el mío quería que fuera alguien en la vida. Por eso allí me gradué de tapicero, y aunque este era un humilde y hermoso oficio, yo nunca pude pegar una tachuela; pero me gradué de tapicero. Luego estudié electrónica. Mi mayor logro fue que un condensador de silicio me explotara en la cara; al final, también me darían un diploma que me especializaba en electrónica. 

En esa época ocurrió que llegó un profesor de español a aquella escuela nocturna y se empeñó en hacer con nosotros cosas como obras de teatro y lecturas de cuentos. Logramos hacer una obra de teatro, con mucho esfuerzo desde luego. Todos éramos mecánicos con las manos embarradas de grasa. Recuerdo que la obra era la dramatización del famoso poema  llamado El brinde del bohemio del Indo Duarte.  Me tocó el papel principal del bohemio, porque tenía cierto liderazgo y habilidad para la poesía. Me gané el papel y la noche de estreno compramos agua ardiente de verdad y brindamos como bohemios de verdad en una obra de teatro donde estaba toda, o casi toda, la escuela mirándonos. Todo salió bien, por suerte.

Un día este profesor nos puso a leer los cuentos de Julio Cortázar. Recuerdo que nos reventamos las cabezas analizando Las armas secretas, no entendíamos nada, pero a mí me gustó leer algo distinto y le pedí al profesor más. Me puso en las manos un libro enorme de Julio Cortázar. Esa misma noche, a finales de la década de los 80,  estaba sentado en una alcantarilla con dos “pasieros”, más terribles que yo, fumábamos marihuana, mientras planeábamos meternos a una casa para robar. Yo nunca había hecho algo parecido (una vez le robé un palo de naranja a un vecino y lo sembré en mi casa, fue todo). Esa noche la imagen de mi padre me cruzó la cabeza y esa frase de él: “tienes que ser alguien en la vida”. Tomé una decisión: me fui a leer la Rayuela de Julio Cortázar que me había prestado el profesor. Alucinando aún con el humo en la cabeza leí casi toda la noche.  Creo que es justo decir el nombre del profesor: Gustavo Sellhorn.  Aquel profesor me prestó una novela de un señor argentino. Yo no entendía nada, pero me parecía fascinante que se pudiera escribir así. Yo quería ser escritor. Años después, cuando mi padre agonizaba en su lecho de muerte en un hospital, se lo dije bajito al oído: Ya soy alguien, papá. El murió una noche de octubre de 1996, y yo era un articulista de uno de los periódicos más prestigiosos de Panamá, La Prensa, donde escribía semanalmente un artículo sobre arte y cultura; y mi padre lo sabía. También sabía, aunque no iba a vivir para verme, que al día siguiente empezaba un contrato para trabajar en el Instituto Nacional de Cultura, donde aún trabajo. Mi padre podía descansar en paz.

Este pequeño hecho insignificante no cambió la maldad que opera en el mundo; no frenó el pandillerismo que nació con la post-invasión; no detuvo la violencia urbana que nublará al  país a partir de los 90, solamente cambió la vida de un joven que descubrió que había una elección. Porque la literatura te enseña a elegir. Conociendo mi capacidad de liderazgo, sé que sin duda hubiera sido un líder de una banda de delincuentes o quién sabe qué. Decidí, a cambio, al mismo tiempo que era un obrero, participar en colectivos de escritores y fundar asociaciones culturales juveniles. Comenzando la década de los 90 el INAC organizó una serie de acciones donde fui invitado, incluyendo el Primer Encuentro de Escritores Jóvenes, donde conocí a muchos colegas. De día estaba trabajando como un obrero y de noche iba a los recitales de cuentos y poesía que organizaba el Departamento de Letras del INAC. Fue en uno de esos recitales donde conocí al periodista Herasto Reyes quien leyó mis manuscritos y me abrió las puertas del diario La Prensa. Herasto Reyes estaba fascinado con la idea de  que un obrero escribía cuentos y leía a Julio Cortázar. Fue él quien me regaló mi primera máquina de escribir electrónica. Años después, Herasto también moriría y yo no estuve allí como con mi padre, pero ya era un escritor con un futuro que aún sigo construyendo.

Epistemológicamente yo soy un obrero. Al inicio de los 90, fui ayudante en la construcción, fui estibador, apaleé sorgo y soya en los silos de Fidanque, cargué harina de pescado y trabajé en los muelles de Vacamonte descargando camarón, incluso, trabajé en una envasadora de agroquímicos. Pero era un obrero extraño.  Leía mis cuentos y poemas a los compañeros en los muelles. Algunos de ellos se convertirían en personajes de mis cuentos más tarde. Les hablaba de un tal Kafka y un tal Cortázar.

Un día Federico Humbert (sí, ese mismo que hoy aspira a ser Contralor de la Nación) que en aquel tiempo era mi jefe y dueño de una de las empresas camaroneras más prósperas en Vacamonte, me llamó a su oficina para decirme que se me había acabado el contrato y que no me iba a renovar otro. Le pregunté por qué y me contestó que ese no era lugar para una persona como yo y me animó a seguir estudiando. Al principio pensé que se cuidaba de que un obrero socialista fuera a organizar un sindicato o algo así, eso de leerles poemas a los obreros no era muy saludable para el negocio. Pero luego entendí que me hacía un favor. Gracias a ese fin de labores me inscribí en la Universidad de Panamá y estudié en la Facultad de Humanidades Español; quería estar lo más cerca de la literatura.

 Yo tenía un sueño que fue un reto, un desafío: ser un escritor. Gracias a la ayuda de un buen padre que insistió en mi educación y por la culpa de cuatro señores, Gustavo Sellhorn, Julio Cortázar, Herasto Reyes y Federico Humbert, que no sé si culpar ahora, porque por culpa de ellos estoy ahora aquí. Soy un escritor sufrido, porque para poder aprender a escribir, hay que saber sufrir, como decía José Martí. No hay de otra. Misteriosamente, ese sufrimiento es mi felicidad, mi razón de ser. No puedo vivir sin escribir y leer. No creo ser un escritor realizado aún. Aún no he escrito algo que valga la pena. Algo que, como decía Pavece, me deje como un fusil disparado. Mi obra se escribe lentamente y creo que soy más un lector y un animador de lectura, incluso un cuenta cuentos. Creo que soy más un mensajero de la extraña misión de los libros.

        Curiosamente el pasado más oscuro de mi vida lo considero el mejor. Por ese pasado, maravilloso y contradictorio, me atrevo a decir que mi vida cambió a través de la lectura. No sé qué respuesta tendrá la psicología para esto, pero yo tengo una: la lectura sirve para darle sentido a la vida. Ni los modelos científicos pedagógicos, ni los contenidos curriculares, ni la metodología ni las pautas de formación saben cómo hacer esto. A lo sumo, podrían ayudar a que los jóvenes tuvieran un encuentro y acercamiento, no obligatorio, a la literatura. Creo que toda esta historia me da licencia para dar algunas sugerencias a las autoridades educativas de cómo podemos hacer que la literatura y la lectura tengan un sentido en la vida escolar, porque si conmigo, que era un rebelde sin causa, cambió algo, es muy seguro que lo haga con los jóvenes de hoy.

El título de este trabajo alude a que la lectura o la literatura no sirven en un mundo tan complejo como el de hoy. Ya se habrán dado cuenta que es una imagen, una metáfora para decir otra cosa. Que la lectura y la literatura nunca servirán para nada si educamos para no encontrar sentido a la vida. Así como existen educadores que saben enseñar ciencias o historia, pero les es difícil decirles a los estudiantes para qué sirven en la vida las coordenadas cartesianas o para qué sirve conocer el año en que nos independizamos de España; así mismo hay docentes que no saben para qué sirve la lectura de un cuento, una novela o un poema y por eso resuelven el problema dejando un cuestionario, un álbum o un mural que permitan poner una nota. Cosas que a primera vista parecen positivas, pero que en el fondo oscurecen el sentido intrínseco de la literatura, y no provocan la ilusión, el placer o la comprensión de lectura; mucho menos el principio de incertidumbre que ayuda al descubrimiento de algo.

El maestro debería, a través de la lectura, descubrir los apetitos y preocupaciones de los estudiantes; debería mirar constantemente hacia un objetivo aunque parezca imposible: la perfección humana. Dice Allan Bloom: “No existe educación auténtica que no responda a una necesidad sentida”. Las necesidades de la naturaleza de los chicos pueden ser exploradas a través de la experiencia cultural. Yo tuve una experiencia cultural con la literatura y con la naturaleza de mi experiencia de vida. La puedo contar ahora. Las preocupaciones permanentes de la humanidad son las mismas de los estudiantes y la lectura puede ayudar a canalizarlas, no para criticarlas, sino para hacerlas experiencias de vida.

            Todo esto nos lleva a lo que Graciela Montes ha llamado acertadamente la instrumentación de la literatura para evaluar y demostrar que ésta sirve para algo con el fin de que no desaparezca de las aulas; cosa que sería peor, desde luego. Algo parecido estamos viendo con muchos concursos en las escuelas. ¿Están mal estas iniciativas? Claro que no, pero existen riesgos cuando son demasiados. Uno de esos riesgos es que estemos, con toda la buena intensión, no sólo condicionando la lectura, sino creando lectores pasivos a través de la instrumentalización de la literatura.

            Ya no estamos leyendo y escribiendo por placer o descubrimiento, sino para ganar. Los concursos promueven el sentido de competencia y no el sentido de la lectura inteligente y creativa; mucho menos mejoran la competencia lingüística en los jóvenes. La noción de competencia está sustituyendo la noción de cooperación. La noción de ganador está sustituyendo a la de creador. Lo importante no es construir y crear, sino ganar. Hay que tener cuidado. Aún estamos a tiempo. Por suerte en este país se está a tiempo aún para todo. Pero el tiempo no es misericordioso. No estamos en contra de los concursos de manera total, pero sí recomendamos que se evalúen, no los resultados, si no las experiencias. Que se mida, sí, pero no cantidades asombrosas, sino experiencias de cambio.

Si de verdad no queremos que todo quede resumido en el discurso vacío y en  la lectura superficial, mecánica, sin placer, y subordinada a las bases -algo similar podemos ver en la literatura oral y los concursos de oratoria que se han degradado en contenido imaginativo y creativo-, entonces es mejor que nos sinceremos y busquemos mejorar los proyectos áulicos e institucionales. Porque, es verdad, al concluir la secundaria algunos alumnos habrán tenido una experiencia emocionante a través de los concursos. Tal vez habrán ido a concursos de oratoria, de escritura y lectura, y exhibirán los trofeos en la recepción de su plantel, pero no estoy muy seguro de que la gran mayoría haya tenido una experiencia real con la cultura.

             La literatura es mucho más que un discurso comunicativo. La literatura es una forma de rebelión. Si la literatura es duda e interrogación como afirman Milán Kundera, Salman Rushi, Tomás Eloy Martínez y Carlos Fuentes, entre otros,  por qué no dejar que el estudiante de hoy, que es otro rebelde, con un espíritu de autonomía despiadado, dude e interrogue el texto. Este principio de libertad puede ayudar a que la literatura sirva como motivador de discusión que provoque propuestas creativas. Si la literatura es descubrimiento, por qué no dejar que el estudiante descubra a través de su propia curiosidad. Estamos hablando de canalizar la rebeldía y la autonomía, como ha sugerido Félix Manuel Burgos. Sé que no es fácil. También para esto hay que trabajar sobre los contenidos, elaborar planes y proyectos institucionales de lectura comprensiva; organizar el currículo y el cannon literario escolar,  y lo más difícil: medir y evaluar. Hay que tener claro qué se quiere medir y evaluar.

            La mayoría de los expertos coinciden en que no se puede evitar la evaluación; esta es importante para la valoración del aprendizaje. Pero aquí hay que tener también cuidado de no simplificar e instrumentalizar aún más la función de la literatura, sólo con el resultado de un examen escrito. Sería bueno considerar cómo era la situación del joven antes de leer un libro. Cuál es su visión del mundo después de la lectura. Qué sentido tiene la realidad después de leer determinado texto. Para esto se puede añadir un sistema de preguntas sencillas: ¿Qué sentimientos o emociones nos provocó la obra?, ¿motivó nuestros deseos, nuestra impresión de las cosas; dejó o removió huellas interiores, ideas, preocupaciones, sensibilizó nuestra intuición y nuestros sentidos (los sueños, los recuerdos, la experiencia de vida, etc.)? ¿Cómo percibimos la realidad y el concepto de la vida al terminar la obra? ¿Cómo nos conectó con la cultura?

            Dice Ivan Egüez que la literatura no es una asignatura sino un sinónimo de vida. Los estudiantes hoy día no quieren que los mortifiquen y castiguen con la lectura. En medio de la indiferencia y la trivialidad del mundo, ellos también muestran preocupaciones -aunque es difícil notarlo-, en cosas como el amor, la soledad, la violencia, el destino o la naturaleza. Y es aquí donde la literatura, de la mano de un buen educador, puede ayudar a que los jóvenes tengan una idea más general de las cosas de la vida. Y una obra de arte, aunque sea parte del cannon literario, llevada con pasión e ilusión, puede ayudar a mejorar la calidad de vida de los jóvenes. La violencia, la soledad y el desorden no hallarán oposiciones sensatas en la historia de la literatura, en la preceptiva literaria, en la cronología y los estudios herméticos (eso es para los estudiosos de la cultura), sino en las acciones de los personajes, en el código existencial de cada héroe, en las posibilidades de un insignificante personaje. Entonces, estamos apelando a una nueva forma de enseñar la literatura sin necesidad de memorizar situaciones y descripciones, sin necesidad de llenar espacios o contestar cierto y falso. La literatura se vive y es una experiencia con la vida y la búsqueda de sentidos, de significados que a lo último son una experiencia con la verdad, la verdad desde nuestra experiencia íntima con el autor.

            Cuando Juan Preciado sale camino a Comala a buscar a su padre, Pedro Páramo, se encuentra con una legión de fantasmas, él mismo es un fantasma, el narrador es un fantasma, incluso el lector es un fantasma; cuando Juan Pablo Castel está matando a María Iribarne se está matando así mismo abriendo aún más el túnel de su existencia, por eso María lo mira con dolor y humildad mientras él le hunde el cuchillo; cuando Gregorio Samsa amanece convertido en un insecto está más preocupado por su trabajo que por su insólita condición. En cada una de estas circunstancias existenciales de los personajes hay algo para que podamos construir una idea de la vida o de la muerte. Es lo que cuenta. Es como hay que descubrir en la literatura el sentido de la lectura.

            He leído frases de muchos escritores en torno a los atributos de la literatura que me declaro incapaz de construir una mejor o superior, como esa de Jorge Luis Borges, en contra de la lectura obligatoria que dice: la lectura es una forma de felicidad. También William Ospina, en torno a la educación y la literatura, apuesta a una revolución de la alegría, donde la educación aspire a ver la lectura como una pasión, un placer, un juego; para divertirse y aprender con deleite y sin mortificaciones. Vuelvo al inicio: Para qué sirve la lectura: para nada. Solo para habitar y llenar nuestras zonas fantasmales y obligarnos felizmente a continuar interrogando y dudando de las cosas que andan mal y que necesitan de una idea o un pensamiento bueno o hermoso.

            Yo sigo siendo un espíritu irreverente, un obrero, un escritor, y un cuenta cuentos que provoca rebeldías, un anárquico cristiano socialista que cree en la libertad. Pero puedo afirmar que la literatura salvó mi vida, aunque esto no prueba que deba operar así en todos los espíritus descarriados. No es para lo que sirve, no es su función, no es para lo que vino. Sospecho que tiene otros fines, otras fronteras, otros misterios, otras constelaciones. Tal vez es eso y mucho más. Quizá por eso la literatura es una de las cosas inútiles en un mundo globalizado con más sentido que otras cosas que parecen útiles.
Mis dos certificados que me acreditan como tapicero
y perito en electrónica.

Mi primer articulo publicado en La Prensa el jueves 11 de octubre
de 1990 en la sección Revista, página 4B.
El equipo de colaboradores de La Prensa en la década del 90.
En la foto se puede apreciar a Herasto Reyes, quien me ayudó a ser articulista en el periódico.

Los 90 fue una época muy prolífica para el sector de los escritores.
 Se realizaron importantes encuentros de escritores tanto en la ciudad como en el interior que fueron decisivos en mi carrera.

* El título original de esta comunicación fue: La enseñanza de la literatura en la escuela  secundaria. Me pareció después muy parco y su contenido muy pobre para lo que perseguía. Le he añadido algunas cosas muy personales. Creo que un autor tiene derecho a reeditar su obra, aún así, también creo que debo ofrecer disculpas a los lectores por el cambio. El trabajo lo leí en el Primer Foro Nacional el Libro y la Lectura celebrado el 29, 30 y 31 de octubre de 2007 y organizado por el Instituto Nacional de Cultura en la Biblioteca J. Ernesto Castillero Reyes.


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