lunes, 4 de octubre de 2021

El preciso instante de la felicidad

Carlos Fong

Hace poco asistí a la presentación del libro de Roberto A. Moreno de León. Lo conocí hace poco y puedo presumir de que es mi amigo. Un amigo no se construye con el tiempo, sino con los hechos que esa relación construye en el presente para el futuro. El humanismo, la nobleza, la sencillez y el entusiasmo de Roberto me revelaron a una persona con una gran sensibilidad y una preocupación por los otros. Además, es un emprendedor que fundó lo que él ha llamado Academia de la Felicidad. Ahora, estoy aquí, con su libro en las manos, titulado Vivir sin colgar los guantes: en defensa de nuestra felicidad.

Cuando escuchamos hablar de emprendimiento, nos imaginamos a una persona versátil que ha creado una empresa para ofrecer algo o un negocio donde genera algunos productos que vende a un precio determinado. Uno puede imaginar una academia de danza, de karate, de boxeo, pero es extraño cuando oye hablar de una academia de la felicidad. ¿Cómo se enseña a la gente a ser feliz en un mundo que parece ser infeliz? Sabemos que existe gente que comercializa con las emociones de la gente y vende la felicidad como si estuviera en una botella. Sin embargo, este no es el caso de Roberto Moreno. Está lejos de ser uno de esos mercaderes de la felicidad.

Este artículo no es para hablar de Roberto, pero sí quisiera tomar como excusa el momento que nos regaló esa noche en que habló de la palabra felicidad, para hablar de otra forma de felicidad. La noche de la presentación de la obra escuché varias veces la frase: “La felicidad es una decisión”. Hay un concepto que trato de comunicar en mis talleres de creatividad literaria y en mis conferencias sobre la lectura. Lo he defendido muchas veces desde distintos enfoques: la lectura no es el remedio para sanar todos nuestros males, no es una vacuna contra los flagelos de la vida, pero la lectura puede ayudar a tomar mejores decisiones.

Creo que todos conocemos la famosa frase de Jorge Luis Borges: la lectura es una forma de felicidad. Una idea que está muy acorde con otra de William Ospina, que dice: el principal objetivo de la lectura es la felicidad. Sin embargo, y no es porque quiera contradecir a Borges o a Ospina, me atrae poderosamente esta otra de Mario Vargas Llosa: no es que la lectura nos vuelve felices, sino que nos prepara para la infelicidad. He tenido la oportunidad de experimentar lo que Vargas Llosa ha dicho en esta frase. En muchas ocasiones me he sentido vencido, cansado, acorralado, deprimido; muchas veces, y es cuando acudo a la lectura de algún libro; como buscando una voz o un consejo de un amigo.

El libro, desdichadamente, para mucha gente, es una de las cosas más inútiles que ha inventado el hombre, pero como ha dicho Jorge Luis Borges, el libro es otra cosa; tal vez no sea más útil que una medicina, la electricidad o un buen desayuno, pero el libro es la extensión de la memoria y de la imaginación. Quizá por eso el libro es una forma de felicidad y leer nos ayuda para resistir los momentos saturados de adversidad de la vida que no son pocos. Es posible que por eso las bibliotecas son lugares poéticos donde encontramos a muchos amigos en silencio.

 Soy un pesimista declarado. Las personas que me conocen saben que tengo serios problemas de fe en la humanidad. Que no soporto ponerme una camiseta roja y cantar la canción Patria; que detesto las campañas hipócritas que simulan rescatar los valores en una sociedad narcisista; que por milagro canto un cumpleaños cuando cumple un ser querido. Soy un aguafiestas. Lo único que me queda de razón es la conciencia ecológica, la belleza y el amor por mi familia; los demás motivos los he perdido. Cada día que pasa, se me hace más vigente la frase de Hobbes: homo homini lupus (el hombre es un lobo del hombre). Pienso que el tiempo de esta especie se está acabando.

 Pero mi pesimismo se confronta de repente con gente maravillosa como Roberto, que me ayudan a creer que basta con un solo día en que despertemos con el deseo de que las cosas podrían mejorar, pese a todo; eso es suficiente. He descubierto, como decía José Martí, que para ser feliz hay que sufrir lo suficiente. Leer y contar cuentos no me han servido para cambiar el mundo, porque lo que hacemos es cambiar una pequeña parte de ese mundo.

 En otro tiempo, hubiera deseado ser otra persona (cuando era niño quería ser piloto de avión). Hoy me siento feliz, realmente feliz, de poder leer, contar y escribir historias. Cuando siento que nada tiene sentido, que todo lo que hacemos parece irse a un estanque, trato de recordar la última vez que conté o leí un cuento en público. Cierro los ojos en la oscura noche y trato de recordar la sonrisa de un niño o un adulto cuando contaba ese cuento. Entonces descubro que la felicidad es el instante preciso de la sonrisa de alguien.

La Prensa, 02 de octubre de 2021

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